En Colombia, 4.375 niñas y niños han sido víctimas de abuso sexual solo en el primer trimestre del 2025. En Bogotá, más de 2.400 alertas se dispararon en ese mismo periodo. No es un caso aislado. No es una noticia más. Es una epidemia de horror. Pero lo peor no es solo la violencia. Es el silencio. La tibieza institucional. Los vacíos en los protocolos. La violencia sexual crece en la sombra cómplice de sistemas que fallan. La negligencia que permite que, en jardines infantiles, donde debería florecer la niñez, ocurra lo impensable. Nos indignamos, pero al cabo de unos días, el tema se enfría, se normaliza, se olvida.
Aquí no están matando la infancia: la están violando. Y mientras tanto, la justicia llega tarde o no llega. La memoria colectiva olvida. La opinión se disuelve. No se trata solo de indignarnos una semana. Se trata de entender que esto no es un escándalo: es una tragedia nacional repetida. Y que, si no gritamos todos, van a seguir callando los que deberían protegerlos.
El dolor de la infancia herida no se mide en estadísticas, sino en silencios rotos y futuros que nunca serán. Y eso, a diferencia de los números, sí debería quitarnos el sueño.



