“Si las piedras hablaran”, imaginaba Antonio Gala desde la televisión en blanco y negro de los primeros setenta, ¿quién sabe las aventuras increíbles que podrían testificar? Las piedras deslizantes, también conocidas como piedras navegantes o móviles, no hablan, pero ‘caminan’, lo cual no es poco. Dibujan en respetuoso silencio largas y elegantes trazas, algunas muy cortas, otras largas hasta el doble de un campo de fútbol, otras en zigzag. Estas piedras peregrinas no destacan por su velocidad, ya que cubren unos 4,5 metros por minuto, pero han sabido encandilar miles de ojos durante décadas. “¿Qué se siente -como cantaba Bob Dylan- al ser como una piedra rodante?” Pero, ante todo, ¿por qué se mueven?
El fenómeno más relevante de piedras deslizantes se encuentra en Estados Unidos, pero también se ha detectado en el desierto de Túnez e incluso en España. Este prodigio ocurre en una laguna efímera denominada Altillo Chica en La Mancha toledana.
Sin embargo, es en el corazón del parque nacional del Valle de la Muerte, en California, que estas piedras han alcanzado el protagonismo sobre el escenario de la ciencia internacional, incapaz de entender el por qué y el cómo de esta trashumancia. Aquí se encuentra el Racetrack Playa, un lago seco, sobre cuyo antiguo lecho están impresos los arañazos dejados por el paso de las piedras, el motor de las cuales ha permanecido desconocido hasta hace pocos años.
El Racetrack Playa, de 4,5 kilómetros de largo y llano como un billar, hospeda cientos de rocas. Algunas son pequeñas como pelotas de béisbol, otras pueden llegar a pesar más de 300 kilos. La ‘migración’ de las piedras tiene lugar cada dos o tres años y puede continuar incluso durante tres o cuatro más. Las rocas que tienen la parte inferior áspera dibujan trayectos rectilíneos, mientras que las más suaves tienden a desviar su trayectoria.
Piedras deslizantes con nombre propio
Uno de los primeros estudios científicos sobre la cuestión fue publicado en 1948 y sugería que la causa del movimiento de las piedras podían ser remolinos de arena. En mayo de 1968, los geólogos Bob Sharp y Dwight Carey comenzaron un programa de monitorización de los movimientos de treinta piedras. El experimento duró siete años y cada piedra fue identificada con un nombre.
La más pequeña del grupo, Nancy, tenía un diámetro de 6,35 cm, mientras que la más grande pesaba 36 kg. También fue supervisada una piedra de 320 kg (Karen), la cual no hizo ademán de moverse. Al final del programa, 28 de las 30 piedras observadas habían seguido el camino ya iniciado antes de la monitorización, la distancia más larga acumulada, por un total de 262 metros, fue cubierta por la pequeña Nancy. Por tanto, los dos científicos estadounidenses plantearon la hipótesis de la existencia de vientos, que soplan con una fuerza comparable a la de un huracán, como causa del movimiento de las rocas. Pero tampoco esta teoría resulto muy convincente.
Finalmente, en 2011, James y Richard Norris, primos e investigadores de la Scripps Institution of Oceanography (California), insertaron en algunas rocas unos GPS activados por el movimiento y controlados constantemente desde una estación meteorológica y con cámaras time-lapse de alta resolución colocadas en el lado sur de lago, de donde normalmente las rocas comienzan a moverse. Entonces se pusieron a esperar, para lo que pudo ser el experimento más aburrido de todos los tiempos.




