Desde hace décadas, en Pasto, al sur occidente colombiano, el apellido Sarralde era sinónimo de maestría en la madera. Tallaban muebles, puertas, estructuras enteras con manos expertas y alma de artesanos. Pero el tiempo, los cambios en la normativa ambiental y el llamado urgente de la naturaleza, los llevaron a tomar una decisión que cambió para siempre el rumbo de su historia: migrar del arte de la madera al cultivo del café.
No fue una decisión fácil. La familia Sarralde Delgado, profundamente arraigada a su oficio tradicional, entendió que el equilibrio ambiental ya no admitía postergaciones. Las restricciones sobre especies maderables y su propia conciencia ecológica los llevaron a dejar las herramientas de carpintería para hundir las manos en la tierra fértil de La Caldera, vereda San Antonio, a las faldas del volcán Galeras.
Así nació Café SARRALDE, un proyecto que combina tradición, innovación y una clara filosofía del Buen Vivir: respeto por la naturaleza, por el ser humano y por la comunidad. En estas montañas cultivan café 100 % arábica, con prácticas agroecológicas que honran la tierra: abonos orgánicos, gallinaza, cero químicos, y una conexión profunda con el entorno.
Esta es su segunda cosecha, pero los resultados ya hablan por sí solos. En procesos de catación, su café ha obtenido puntajes de 83, cifra destacada para un producto relativamente nuevo en el mercado de especialidad. Aromas florales, suavidad al paladar y una textura delicada que ha despertado el interés de catadores, baristas y consumidores exigentes.
La historia de los Sarralde no solo es una transición productiva: es una declaración de principios. En un mundo donde lo económico muchas veces prima sobre lo ambiental, ellos han elegido un camino distinto, uno que siembra futuro y cosecha conciencia.
“Trabajar la madera era nuestra herencia, pero cuidar la tierra y ofrecer un café limpio, digno y delicioso, también lo es”, dice uno de los integrantes de la familia, mientras sostiene una taza humeante, orgulloso del fruto que hoy reemplaza la viruta y el aserrín.




