Trabajar desde casa y perderse a uno mismo: la identidad en tiempos del escritorio invisible

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Cuando llegó el trabajo remoto, muchos pensaron que sería una liberación. No más trancón, no más ropa incómoda, no más fingir interés en conversaciones de pasillo. Pero a cambio ganamos algo más sutil y confuso: la sensación de que nuestra vida y nuestro trabajo ya no tienen fronteras.

El hogar, ese espacio que antes servía para descansar del mundo, se convirtió en una oficina disfrazada de comodidad. El sofá es sala de juntas, la cocina se vuelve coworking, y el reloj nunca marca la hora de salida. Trabajar desde casa no solo cambió la logística, también reescribió la forma en que entendemos quiénes somos cuando dejamos de producir.

Porque sin darnos cuenta, gran parte de nuestra identidad estaba anclada al lugar físico del trabajo: el uniforme, la rutina, el saludo, los compañeros. Eran rituales que nos separaban del resto del día y nos hacían sentir “funcionando”. Al perderlos, quedamos flotando en una especie de niebla laboral permanente, donde todo es tiempo útil o tiempo perdido.

Lo más inquietante es cómo el teletrabajo mezcla lo público con lo íntimo. Las videollamadas abren ventanas a nuestras casas, nuestros gatos se vuelven colegas y los jefes ven nuestras cortinas. La profesionalidad ahora se mide por la calidad del fondo de pantalla. Trabajamos más, pero también más solos, en un entorno diseñado para la productividad, no para la pertenencia.

Y sin embargo, en medio de esa alienación, también apareció algo nuevo: la posibilidad de reconfigurar la identidad fuera del sistema. Muchas personas descubrieron talentos, pasiones o rutinas que el trabajo presencial nunca les habría permitido. La descentralización laboral abrió grietas por donde se filtran vidas más flexibles, menos atadas al reloj y al edificio.

El trabajo remoto no nos robó la identidad. La está transformando. Pero para que esa transformación no se vuelva vacío, necesitamos recordar que el “tiempo libre” no es un premio: es un derecho. Y que no todo lo que hacemos frente a una pantalla tiene que ser facturable.

Quizás el mayor desafío de esta era sea volver a habitar el mismo espacio donde vivimos sin sentir que siempre estamos trabajando.


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