En una esquina discreta de Kioto, lejos del bullicio turístico que inunda los templos cada primavera, florece un pequeño santuario natural donde el tiempo parece detenerse. Es el jardín de la familia Sano, un terreno público de apenas 1,5 hectáreas que, sin embargo, resguarda algo inmenso: el legado de Tōemon Sano, un jardinero de 97 años que ha dedicado su vida a cuidar los árboles más emblemáticos y delicados de Japón: los cerezos en flor, o sakura.
A Sano no lo mueve la fama ni el turismo, aunque es considerado por muchos como el sakuramori el “guardián del sakura”más importante del país. Su labor no consiste solo en podar o plantar; él interpreta la vida de los árboles, los estudia, los respeta y los defiende como quien protege a una deidad silenciosa.
Un jardín oculto en el corazón de Kioto
El jardín Sano se encuentra en Ukyo, un barrio tradicional de Kioto que todavía conserva las casas machiya, estructuras de madera de antaño. Muchos turistas que se dirigen a ver los cerezos de los templos de Ninna-ji o Daikaku-ji pasan por alto este rincón secreto, donde algunos de los sakura más antiguos y singulares florecen año tras año, gracias al cuidado meticuloso de Sano.
Este lugar no figura en las guías turísticas, pero es un archivo viviente de la naturaleza y la memoria japonesa. Algunos de los árboles aquí fueron trasplantados desde otras regiones para ser preservados; otros son ejemplares raros de especies que ya casi no florecen en otras partes del país.
La misión de una vida
Tōemon Sano empezó a trabajar en los jardines cuando era adolescente, aprendiendo de su padre y de los viejos maestros jardineros. Con el tiempo, se convirtió en un experto en genética y poda del sakura, asesorando incluso a templos imperiales y parques nacionales sobre cómo conservar sus árboles más preciados.
“Los cerezos viven con el corazón expuesto”, ha dicho en entrevistas. “Si no los entiendes, no te lo perdonan.”
Sano no solo cultiva árboles, cultiva un símbolo. En la cultura japonesa, el sakura representa la belleza efímera de la vida, la idea de que todo florece y desaparece, y que por eso mismo es precioso. Su compromiso es con esa filosofía tanto como con la botánica.
Un legado en flor
Aunque su edad lo ha obligado a reducir el ritmo, Sano sigue caminando por su jardín cada mañana, observando cada rama, escuchando lo que los árboles tienen para decirle. Entrena a su nieto y a jóvenes aprendices, con la esperanza de que su jardín y la sabiduría que representa sobreviva cuando él ya no esté.
En un mundo donde todo parece correr y consumirse rápido, el trabajo de Tōemon Sano nos recuerda la importancia de cuidar lo que florece lento y de proteger lo que no grita para ser visto.
En cada pétalo que cae de un cerezo, hay una historia. Y en cada árbol que aún florece gracias a sus manos, hay un testimonio de amor silencioso por lo efímero.




