La de Flash ha sido, sin lugar a dudas, una de las adaptaciones superheroicas más arduas y complejas de materializar desde que tenemos memoria. Los primeros planes para levantar una película sobre el velocista protagonizada por Ezra Miller datan de 2013, antes incluso de que Warner Bros. y DC Comics lanzasen su universo cinematográfico con el estreno de El hombre de acero. El breve cameo de Miller en Batman v Superman: El amanecer de la justicia (2016) parecía apuntar hacia un papel esencial del carismático velocista en el ambicioso proyecto de Zack Snyder, pero todo pareció sumirse en un océano de dudas, rumores y revisiones de guion tras el fiasco de Liga de la Justicia (2017).

Con todo, Flash se negó una y otra vez a disolverse en el development hell, logrando sobreponerse incluso a escándalos extra cinematográficos y a la propia muerte del Universo DC tal como lo conocemos. Así las cosas, Andy Muschietti ha entregado una superproducción multivérsica y metalingüística que puede ser entendida como el último gran hurra de una (fallida) línea temporal que se inició con el Superman de Henry Cavill y morirá en unos meses con la secuela de Aquaman, solo para renacer poco después bajo la supervisión de James Gunn. Los mitos de DC no se crean ni se destruyen, sino que simplemente se transforman.

Y esa es, precisamente, la idea que late en el corazón de Flash, inspirada en un arco argumental, Flashpoint (2011), que en su momento articuló uno de esos eventos crossover que sirven para hacer tabula rasa a nivel editorial. Aquí, en cambio, los líos de Barry Allen en la cuarta dimensión no parecen presentar consecuencias a medio o largo plazo: su condición de funeral para un universo ficticio ya sentenciado lo convierten en un blockbuster autocombustible que, con todo, lo desaprovecha la oportunidad de sembrar su clímax final con referencias a otros mundos, o franquicias, posibles dentro de la continuidad polifórmica de DC. El problema es que, a diferencia de lo que sucede en una película tan reciente como Spider-Man: Cruzando el Multiverso, la ensalada intertextual del último acto no forma parte integral del discurso, sino que cristaliza en forma de estímulos tan fugaces como vacíos.

Podríamos eliminar todos y cada uno de esos cameos en el tiempo de descuento, prescindir de la secuencia entera, y el resultado sería el mismo. No conforme con resucitar al Batman de Michael Keaton para una última misión, Muschietti ha incurrido en uno de los peores vicios del cine comercial reciente: la nostalgia por la nostalgia, o la referencia pop como simple adorno sin función narrativa. Dedicar unos minutos de tu clímax a encadenar recreaciones CGI de gente muerta (o viva, pero a la que no se le ha pedido permiso) con planos de reacción del personaje principal representa la capitulación definitiva ante la dictadura nerd.

Gratificación epidérmica y artificial por encima de historia, desarrollo de personajes e incluso buen gusto, pues Flash contiene algunos ejemplos supremos de imágenes plástico completamente descontroladas. Ni siquiera el epílogo, lastrado también por composiciones sobre croma que se dirían dignas de Go, Ibiza, Go!, logra que nos sacudamos de encima la sensación de que había una buena película bajo el ruinoso feísmo digital que nos ha acabado llegando, pero sus responsables no han podido contenerse. En lugar de apelar a un acervo cultural compartido, Flash nos ataca las retinas con publicidad corporativa disfrazada de catarsis pop. De hecho, podemos detectar esta tendencia mucho antes del clímax, cuando visitamos la habitación y el apartamento del Barry del pasado: prácticamente cada plano encuadra e ilumina el póster de una propiedad de Warner, transformando la experiencia en algo muy similar a ver un Space Jam: Nuevas leyendas (2021) por otros medios.

Llegará el día en que todos estos contenedores de contenido que imitan la forma de una película sean completamente interactivos: bastará deslizar el dedo hasta nuestras pantallas táctiles o gafas de RV y pulsar en cada referencia para acceder a ella. Historias transformadas en hipertextos diseñados para acomodarse a nuestro galopante déficit de atención.




