A las once y treinta, alguien vio lo que no quería ver. Un grupo de perros, flacos como sombras, rodeaban el cuerpo sin vida de una hembra criolla. No era hambre, era desesperación. La comunidad alertó a las autoridades, y la Policía Ambiental de Palmira llegó al sitio con rapidez. Lo que encontraron fue una escena que dolía: catorce caninos, uno muerto, dos en estado esquelético, y el resto comiendo lo que quedaba de su compañera.
No había comida. No había agua. No había nada. Solo un patio con olor a abandono y catorce historias de sufrimiento. La ruta de maltrato animal se activó de inmediato. El programa de bienestar de la alcaldía intervino para restablecer los derechos de los animales, que nunca debieron ser vulnerados.
La aprehensión preventiva se realizó al señor Eduardo Rodríguez Madriñán, responsable de los perros. Las condiciones eran precarias: sin higiene, sin alimento, sin dignidad. El menoscabo fue grave. No se trata solo de leyes, se trata de humanidad. De entender que el abandono también mata. Que el hambre transforma a los inocentes en sobrevivientes. Hoy los catorce caninos están bajo protección. Uno no alcanzó. Y aunque el dolor no se borra, la denuncia sí salva. Porque cuando la comunidad alza la voz, el silencio del maltrato se rompe. Y eso, aunque tarde, también es justicia. Una justicia que no ladra, pero que muerde el olvido.




