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En Colombia parece un lugar común empezar una columna de opinión diciendo que la violencia está desbordada. Y parece un lugar común desde hace muchos años. Lo que no debería ser un lugar común es acostumbrarnos a que tanta violencia pase ante nuestros ojos y siempre se opaque por otra noticia peor.
“Si nos quedamos callados, nos matan; si hablamos, también”
Los que nos aventuramos a trabajar en periodismo en Colombia, realmente lo hacemos con la conciencia de que es posible que nos inmolemos en el trayecto. Buscar las historias, contar las verdades, enfrentarse al poder muchas veces puede costarnos la vida o la vida de los que queremos.
Según el más reciente informe entregado por la Fundación para la Libertad de Prensa – Flip, cada dos días es amenazado un periodista en nuestro país. La organización ha pedido al Estado prevenir y sancionar la violencia contra los colegas, pero esto es un sirirí que escuchamos cada año.
Las últimas cifras fueron recogidas desde el 1º de enero al 31 de mayo y ya van 58 periodistas amenazados en 22 de los 32 departamentos, es decir, que ocurren en un 70% del país.
Cuando uno trabaja en Bogotá y en un medio pequeño, uno cree que nada le van a hacer, que la violencia “dura” contra el gremio solo ocurre en las regiones y que mal que bien la ciudad es como una especie de burbuja donde nunca van a llegar. Y cuando la amenaza de un grupo armado se vuelve real y toca a la puerta de tu casa, una, dos, tres, cuatro veces, cuando pides ayuda a las autoridades -llámese Fiscalía, Policía o Unidad Nacional de Protección- y te ponen a dar mil vueltas sin solucionar nada, ya no hay ciudad que valga para protegerte.
Sientes que los que te están amenazando te tienen un radar pegado al trasero y que saben todos tus movimientos.
Y es que Bogotá no es sinónimo de estar protegido, pues según la Flip, la capital del país es la ciudad donde más ataques de prensa se han registrado seguido por el departamento de Arauca, Norte de Santander, Tolima, Atlántico y Nariño. Y también tenemos un abanico variopinto de actores que amenazan: el 12%, las bandas criminales – léase Clan del Golfo, Águilas Negras, etc-; el 10%, las disidencias; el 4%, la guerrilla; el 6%, los particulares; el 1% funcionarios públicos; y, con un gran 22% de origen desconocido.
Pero más allá de las cifras lo que más duele es la indolencia de los funcionarios que trabajan en las entidades. En mi caso, después de que recibí la segunda amenaza -con arma de fuego a bordo- dentro de la ciudad, fui a denunciar a Fiscalía para solicitar protección. Después de dos semanas sin respuesta el agente me dice que lo siente, que escogí el medio más largo para mi denuncia, que ellos tienen 15 días hábiles para responder y que debo esperar. Ante mi desespero le pregunto que qué pasaría si me matan en ese lapso de tiempo, y su respuesta fue una bofetada a mi humanidad: “pues como ya hay denuncia, entraríamos a investigar”.
La vida de nadie en Colombia vale nada. Así que uno como periodista, cuando recibe una amenaza y al sentirse desprotegido, tiene sólo dos opciones: seguir como si nada como un Don Quijote peleando contra molinos de viento o huir.
Yo opté por la segunda con una profunda tristeza.
Más allá de la tristeza personal de tener que abandonar todo lo construido, la familia, los amigos y el nombre profesional, es darle la espalda a un lugar en el que uno de verdad tenía esperanzas y reconocer que no hay garantías de seguridad. Este es el triste panorama de un profesional que ya no puede ejercer, porque, como dijo la lideresa asesinada en 2019, Cristina Bautista: “Si nos quedamos callados nos matan; si hablamos, también”. En Colombia hablar ya no parece una opción. Y si lo sigo haciendo – y lo seguiré haciendo en este espacio-, será desde el exilio. Desde un lugar donde denunciar lo que no es correcto es seguro.
Escribo estas líneas desde un país que me sigue siendo desconocido, desde un día a día con una lengua que no es la mía, con unas costumbres que no me son familiares. Pero agradezco al universo que las puedo escribir, porque sigo viva.