Cuarenta años después de la tragedia de Armero, el país sigue mirando con dolor y frustración una de las páginas más oscuras de su historia. La avalancha del 13 de noviembre de 1985, que arrasó con el municipio tolimense y dejó más de 25.000 muertos, no solo evidenció la falta de preparación institucional ante los desastres naturales, sino también la indiferencia del Estado frente a las víctimas. Cuatro décadas después, la deuda sigue abierta.
La reciente crisis de corrupción en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) es un recordatorio doloroso de cómo los fondos destinados a prevenir y atender emergencias han sido utilizados con fines políticos. La entidad, creada precisamente para evitar que tragedias como la de Armero se repitan, terminó convertida en un símbolo de lo que no debe ocurrir: el dinero de los damnificados y de la prevención, manejado con desdén e intereses ajenos al bien público.
Un informe reciente de la Defensoría del Pueblo lo resume con crudeza: “El balance de cuatro décadas muestra que el Estado ha avanzado con mayor solidez en medidas simbólicas y culturales que en medidas estructurales de restitución”. En otras palabras, abundan los homenajes, pero escasean las soluciones reales. Las promesas de reparación, reconstrucción y acompañamiento a los sobrevivientes quedaron en el terreno del discurso, mientras la seguridad jurídica de los predios y la reparación socioeconómica permanecen inconclusas.
Esa brecha entre la memoria y la acción ha profundizado, como advierte la Defensoría, la “percepción de abandono estatal”. Los testimonios de los sobrevivientes son un eco constante de esa frustración: al principio, el país entero se conmueve, se prometen recursos y programas de apoyo, pero cuando el tema sale de los titulares, también se apagan los compromisos.
¿Aprendimos realmente de Armero? La respuesta es amarga. Aunque se han fortalecido los sistemas de monitoreo y existe una mayor conciencia social sobre la gestión del riesgo, seguimos siendo un país donde las tragedias se anuncian sin que se eviten. Basta mirar la lenta reconstrucción de Providencia o las emergencias recurrentes por deslizamientos e inundaciones para entender que la prevención continúa siendo una tarea pendiente.
En un contexto agravado por la crisis climática, donde los desastres naturales serán cada vez más frecuentes e intensos, la falta de planeación y de políticas sostenibles resulta aún más preocupante. No basta con recordar a Armero cada noviembre. El verdadero homenaje sería cumplir las promesas, garantizar la reparación integral a las víctimas y construir una institucionalidad transparente, eficaz y libre de corrupción.
Porque sí: seguimos en deuda con Armero. Y mientras esa deuda no se salde, Colombia seguirá siendo un país condenado a repetir sus tragedias.




