La tragedia en Santa María no llegó de forma repentina. Fue una catástrofe lenta, como la lluvia persistente que termina quebrando la tierra. En Planadas, una de sus veredas más productivas, los deslizamientos arrasaron viviendas, cultivos y dejaron a decenas de familias desplazadas. La magnitud del daño es devastadora: más de 220 hectáreas inutilizables, puentes colapsados, escuelas sin acceso, comercio paralizado y veredas incomunicadas.
El drama se resume en el testimonio de un agricultor que lo perdió todo: su casa, su ganado, sus estanques y el trabajo de toda una vida. Y, sin embargo, lo más doloroso para muchos no es la fuerza de la naturaleza, sino el abandono del Estado.
La Unidad Departamental de Gestión del Riesgo notificó la emergencia desde el 5 de julio, pero a más de dos semanas del desastre, el Gobierno nacional no ha hecho presencia. No ha llegado ayuda institucional, ni un funcionario, ni siquiera un gesto mínimo de solidaridad.
Mientras tanto, la comunidad intenta levantar con sus propias manos lo que queda. Se reactivó un viejo puente colgante y se espera un fondo anunciado por una empresa privada, del que aún no se conocen cifras ni detalles. Las regalías del embalse no llegan, la Ley 99 sigue sin enmendarse y ningún congresista ha dado el paso para corregir lo que muchos consideran una injusticia histórica.
Santa María no suplica; exige. Exige respuestas, recursos y dignidad. Porque aquí no se trata solo de lodo o pérdidas materiales. Se trata de vidas quebradas y de una población que, además de enfrentar la furia del clima, resiste el olvido institucional.




