Rompiendo el silencio frente a la dictadura

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Con el fraude en las elecciones y la represión desatada, el régimen en Venezuela ha pasado de ser una dictadura disimulada a una descarada. El gobierno de Petro está demorándose en aclarar la postura del Estado colombiano ante esta situación, no solo la de su partido. No hay ningún argumento que justifique su dilación. No condenar los excesos del régimen puede interpretarse como una solidaridad tácita. Los resultados electorales publicados por la oposición, que dan un contundente triunfo a González, han sido reconocidos por las únicas entidades aceptadas por el régimen para observar las elecciones: la misión de la ONU y el Centro Carter. Asimismo, organizaciones neutrales con experiencia en el tema, como la MOE desde Colombia, han validado estos resultados. Mientras tanto, el gobierno nacional mantiene un inexplicable silencio, al no reconocer al presidente electo ni condenar las violaciones a los derechos humanos documentadas por la CIDH, una entidad que el actual presidente de Colombia solía citar frecuentemente en su tiempo como opositor. El silencio del gobierno se hace cada vez más notorio e inexplicable.

La paz de Colombia no es un argumento suficiente para callar ante la tiranía. De hecho, todo lo contrario. Si no existiera un régimen cómplice y socio de grupos armados y narcotraficantes, la situación en nuestro país sería distinta. Se podría argumentar que el papel de intermediación que cumple el régimen de Maduro en la paz de Colombia justifica esta posición. Sin embargo, las organizaciones armadas y los narcotraficantes establecidos en Venezuela benefician más a la dictadura, aprovechándose de ella y siendo útiles para su mantenimiento. Esto no debería influir en las relaciones que una democracia, como la que Colombia aún aspira a ser, debe mantener como postura de Estado. Tampoco las necesidades de los colombianos en las zonas de frontera justifican este silencio. En el pasado, ya han tenido que lidiar con la realidad de una frontera cerrada. El acuerdo de Barbados, que se esgrimía como una esperanza de una salida negociada, ha fracasado al protocolizarse el fraude con una decisión sin fundamento del Tribunal Supremo de la dictadura. El contexto internacional tampoco justifica nuestro silencio, a menos que queramos alinearnos con Putin, Ortega y sus aliados, en lugar de hacerlo con la comunidad democrática.

Las democracias de América y la Unión Europea, en una sola voz, han reconocido el triunfo de la oposición. En un hito histórico, María Corina Machado y Edmundo González, el presidente electo, han utilizado inteligentemente las desventajosas condiciones del proceso electoral para poner en evidencia al régimen y alcanzar una victoria ratificada por las masivas movilizaciones que han seguido. A pesar de la violencia, las detenciones de dirigentes y periodistas, y las amenazas, la ciudadanía se mantiene firme, esperando al menos la solidaridad de sus hermanos y vecinos. Venezuela ha perdido, además de la democracia, la esperanza. Si Maduro no deja el poder, debemos prepararnos para una nueva ola de migrantes. Millones más abandonarán el país si no se reconoce el triunfo de González. Un estudio de la firma Meganalisis, realizado tras conocerse el fraude, revela que otro 34,7% de quienes aún residen en Venezuela están preparando su partida, mientras que solo un 22,1% planea quedarse. La dictadura, literalmente, ha devastado el país. Al momento de escribir esta columna, ya se habla de 13.000 migrantes en Maicao.

Los gobiernos deben representar el interés general y no solo sus visiones particulares. Altos funcionarios que se presumen democráticos en el actual gobierno de Colombia, como el ministro Cristo y los embajadores “santistas” en Europa, no pueden ignorar el inmovilismo oficial en que nos encontramos. Ellos también son corresponsables de lo que suceda de ahora en adelante.


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