Románticos del apocalipsis: la generación que sueña con el fin del mundo

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Hay algo sospechosamente dulce en la forma en que hablamos del fin del mundo. No como una tragedia, sino como un descanso merecido. “Cuando todo colapse, por fin podré dormir tranquilo”, dicen los memes, y todos reaccionamos con un “jajaja” que suena un poco a llanto.

Nuestra generación no teme al apocalipsis: lo fantasea. Lo versiona en películas, lo decora en playlists, lo vende en ropa vintage con frases tipo “The end is near but make it aesthetic”. Es como si el colapso global fuera la única historia lo suficientemente grande como para distraernos del tedio cotidiano.

El apocalipsis nos atrae porque, por fin, acaba algo. En un mundo donde todo se actualiza, todo se recicla, todo vuelve, imaginar el final tiene un extraño sabor a cierre. Quizás no queremos que el planeta muera, sino que algo lo haga: la rutina, el exceso de información, el tener que fingir entusiasmo en cada reunión de Zoom.

Además, está el elemento romántico. En las películas del fin del mundo, la gente se ama con urgencia. Las prioridades se alinean. Nadie se preocupa por el algoritmo, solo por encontrar a quien abrazar antes del impacto. Es el fin de la hipocresía, el regreso de lo humano. Un idealismo trágico, pero hermoso.

El problema es que el apocalipsis real no tiene buena iluminación ni música épica. Es más parecido a ver el Wi-Fi fallar mientras el clima se vuelve raro. Es gradual, torpe, incómodo. Pero quizás por eso lo soñamos tanto: porque en nuestra fantasía, al menos, el final tiene sentido.

Somos los románticos del apocalipsis: una generación que no quiere morir, pero que sí quiere que esto —lo absurdo, lo agotador, lo infinito— termine. No por morbo, sino por deseo de reinicio. Y hasta que eso pase, seguiremos haciendo memes sobre el fin, como quien canta para no tener miedo en la oscuridad.


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