
Hay días en los que uno no quiere trabajar. Ni ser productivo, ni inspirador, ni nada. Solo sobrevivir sin que el jefe note que estás existiendo en piloto automático. Y ahí es donde entra el humor: no como entretenimiento, sino como mecanismo de defensa masiva.
Cada oficina tiene su comediante no oficial: esa persona que hace chistes sobre lo mal que está todo, y todos ríen, no porque sea tan gracioso, sino porque es verdad. El humor funciona como un paréntesis en el Excel del sufrimiento. Una pausa que dice: “sí, esto apesta, pero al menos lo estamos riendo juntos”.
Y de ahí al stand-up hay un solo paso. Muchos comediantes nacen en el entorno más hostil imaginable: la vida laboral. Porque nada genera más material que tener que sonreír profesionalmente mientras te descuentan el almuerzo del sueldo. Subirse a un escenario después de eso no es valentía, es catarsis con micrófono.
El humor se convierte en un lenguaje de resistencia. Una forma de recuperar poder frente a lo absurdo. Si te ríes del sistema, aunque sea por un instante, el sistema deja de asustarte. En un mundo que exige entusiasmo constante, el sarcasmo es el último acto de sinceridad.
Hay una especie de equilibrio cósmico ahí: cuanto más frustrante es el trabajo, más chistes genera. El sufrimiento es una mina de oro narrativa, y los comediantes son sus mineros emocionales. Reírse es procesar el caos, empaquetarlo y venderlo como experiencia colectiva.
Quizás por eso, cada vez que alguien suelta un “yo también pasé por eso”, algo se alivia. Porque la risa no arregla nada, pero hace que duela menos. Es la versión emocional del ibuprofeno: no cura el problema, pero te deja continuar otro día sin renunciar.




