Quiénes fueron los millones de europeos que emigraron a América Latina tras la Independencia (y por qué se fomentó su llegada)

Es 11 de agosto de 1883 y el barco mercante 'Mendoza' está entrando en el puerto de Buenos Aires, Argentina. A bordo, cientos de pasajeros se asoman a las barandillas con una mezcla de curiosidad, temor y esperanza.
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A finales del siglo XIX, América Latina vivió una masiva ola migratoria proveniente de Europa. En 1883, el barco mercante Mendoza arribó al puerto de Buenos Aires con cientos de inmigrantes italianos que, como miles de otros europeos, buscaban un nuevo comienzo. Desde mediados del siglo XIX y durante más de ochenta años, barcos similares llegaron a distintas ciudades del continente, impulsados por políticas que promovían la migración europea para poblar los nuevos estados latinoamericanos. En aquel entonces, el uso del pasaporte era casi inexistente y el mundo disfrutaba de una amplia libertad de movimiento.

Los países recién independizados de América Latina, como Argentina, Uruguay y Brasil, necesitaban incrementar su población para desarrollar sus economías y explotar sus recursos naturales. Inspirados por la idea de que “gobernar es poblar”, los gobiernos fomentaron la llegada de inmigrantes, ofreciendo facilidades para asentarse. Se priorizó la inmigración de europeos del norte y centro, considerados más “avanzados”, aunque la mayoría de los migrantes que realmente cruzaron el Atlántico fueron italianos, españoles y portugueses, debido a las difíciles condiciones económicas en sus países de origen. También arribaron grupos de chinos, sirios y libaneses, que contribuyeron a la diversidad étnica y cultural del continente.

La revolución industrial fue un factor determinante tanto en la expulsión como en el transporte de estos migrantes. Mientras el campesinado europeo se empobrecía, la expansión de los medios de transporte abarató y agilizó los viajes trasatlánticos. Muchos inmigrantes se establecieron de forma permanente, mientras otros, conocidos como “golondrinas”, viajaban por temporadas para trabajar en cosechas. En países como Argentina, los recién llegados eran recibidos en instituciones como el Hotel de Inmigrantes, que ofrecía alojamiento, orientación y formación laboral.

El impacto de esta migración fue profundo. Argentina, por ejemplo, pasó de poco más de un millón de habitantes en 1850 a casi doce millones en 1930. Brasil y Uruguay también experimentaron crecimientos similares. La llegada masiva de europeos multiplicó la mano de obra y reemplazó en algunos casos a la población esclava recientemente liberada. Sin embargo, no todos vieron este fenómeno con buenos ojos: mientras las élites lo percibían como una oportunidad para el “blanqueamiento” racial, los sectores populares lo consideraban una amenaza por la competencia laboral.

El gran ciclo migratorio comenzó a decaer tras la Primera Guerra Mundial y se cerró con la Crisis de 1929, que redujo la demanda de trabajo en América Latina. Aun así, las migraciones continuaron en menor escala con la llegada de refugiados del nazismo y, posteriormente, de criminales de guerra del Tercer Reich. En conjunto, estos movimientos transformaron profundamente la demografía, la cultura y las costumbres latinoamericanas, dejando una huella duradera que recuerda que las migraciones son, como afirma el historiador Carlos Malamud, “tan viejas como la humanidad”.


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