Por qué el colombiano promedio cree que sabe más de política que un politólogo

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En Colombia, todos somos expertos en política. No importa si tu única fuente de información es el grupo familiar de WhatsApp o los reels de TikTok: en este país, cualquiera se siente listo para debatir sobre geopolítica, economía y corrupción mientras pela una naranja. Es un talento nacional. En otros lugares la gente ve fútbol; aquí, opinamos de política como si el país fuera una serie de Netflix y todos tuviéramos el guion filtrado.

Esta certeza popular tiene raíces profundas. En parte, viene del hecho de que la política en Colombia es espectáculo. Cada semana hay un nuevo escándalo, una pelea en redes, un político que se disfraza de campesino para una foto, o un congresista que cree que un meme es una herramienta legislativa. El resultado: el ciudadano se siente parte del drama. Y si el Congreso parece una telenovela, cualquiera puede opinar del libreto.

Pero detrás del chiste hay una realidad más compleja. La política colombiana es tan confusa, tan emocional, tan llena de giros absurdos, que intentar entenderla racionalmente a veces se siente inútil. Por eso el colombiano promedio no busca información, busca intuición. “Eso me huele a trampa”, dice, y listo, se considera informado. Es la versión política del instinto de supervivencia: si algo suena raro, probablemente lo es.

Además, está la desconfianza. En un país donde la corrupción es como el clima —omnipresente pero impredecible—, creer en “los expertos” suena ingenuo. Muchos piensan que los académicos o analistas están vendidos, o viven en un mundo paralelo donde la teoría importa más que la realidad del barrio. En cambio, el ciudadano siente que su experiencia diaria —las calles rotas, la inseguridad, el recibo de la luz— es más válida que cualquier dato. No es que desprecie el conocimiento: simplemente no le cree a quien lo dice.

Y claro, las redes sociales han potenciado ese sentimiento. En Twitter, todos pueden lanzar una opinión como si fuera tesis doctoral. En Facebook, cualquier cadena se disfraza de documento filtrado. El algoritmo no premia la verdad, sino la seguridad con la que se dice. Así que el que habla más firme parece más sabio, aunque esté repitiendo desinformación reciclada. En el fondo, la política en internet se volvió un concurso de confianza escénica.

También hay un elemento de orgullo nacional. El colombiano se siente astuto por naturaleza, “avispado”. Y en política, esa viveza se traduce en una especie de pensamiento conspiranoico light: “yo sé cómo es que se mueven los hilos de verdad”. Es una mezcla entre desconfianza y ego intelectual: no sé todo, pero sé que me están mintiendo. Y eso basta para sentirse más lúcido que el resto.

Pero hay algo positivo en medio de todo. Esa pasión política —aunque mal canalizada— demuestra interés. La gente quiere participar, quiere entender. El problema es que la saturación de noticias, fake news y discursos emocionales vuelve el debate un caos. En Colombia no se discute para encontrar acuerdos, sino para demostrar quién tiene la indignación más pura.

Mientras tanto, los politólogos —pobres criaturas— miran desde la orilla intentando explicar procesos con datos y metodologías, mientras el público ya decidió que todo es culpa del gobierno anterior, o del próximo. Intentar razonar con un colombiano en modo opinador político es como discutir con alguien que vio el tráiler y cree haber entendido toda la película.

Sin embargo, hay belleza en ese caos. Porque, a su manera, cada chiste político, cada meme electoral, cada pelea en el grupo familiar, son señales de una democracia viva. A veces delirante, sí, pero viva. Tal vez no sepamos tanto como creemos, pero ese deseo constante de opinar, de debatir, de pelear por ideas, es lo que nos mantiene pensando —aunque sea entre insulto y sticker.

Así que la próxima vez que un amigo te diga “yo no soy politólogo, pero…”, respira hondo. Estás presenciando una tradición ancestral: el colombiano intentando descifrar el país como si fuera un enigma personal. Puede que no tenga todos los datos, pero tiene una certeza inquebrantable: su opinión, como el tinto, no se discute.


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