El reciente atentado contra el candidato colombiano Miguel Uribe no solo estremeció al país por el peligro que corrió un líder político, sino por una verdad aún más desgarradora: el sicario era un niño de apenas 14 años. Un niño. No un hombre armado, no un adulto con plena conciencia legal de sus actos, sino un menor cuya mano apretó el gatillo, pero cuya historia revela una sociedad entera que ha apretado ese gatillo muchas veces antes.
Este hecho no puede analizarse únicamente desde la perspectiva del crimen político, la seguridad electoral o las estrategias de protección de los candidatos. Va mucho más allá. Es un espejo roto que nos devuelve una imagen devastadora de lo que somos como país. Un reflejo de cómo, entre la violencia estructural, la pobreza, el abandono institucional y la cultura del sicariato, hemos dejado que la infancia se convierta en instrumento de la muerte.
¿Qué infancia tiene un niño que mata? ¿Dónde están sus juegos, sus libros, su escuela, su familia? ¿Dónde estuvo el Estado antes de que alguien lo reclutara, le entregara un arma y le señalara un objetivo? ¿Dónde estuvimos todos nosotros?
El uso de menores como sicarios no es nuevo en Colombia. Es una herida abierta desde hace décadas, pero una herida que la costumbre ha anestesiado. Nos horrorizamos momentáneamente, escribimos titulares, grabamos editoriales… y luego seguimos con nuestras vidas. Pero mientras tanto, miles de niños siguen creciendo en entornos donde la violencia es el único camino visible, donde el poder se gana con armas, y donde el respeto se impone con miedo.
Este niño de 14 años no solo atentó contra Miguel Uribe, atentó contra la esperanza de país que tanto proclamamos. Nos quitó el derecho a decir que estamos avanzando, que somos mejores que antes, que estamos construyendo paz. Porque cuando un menor mata, lo que muere no es solo la ética, sino el futuro.
Y es aquí donde la responsabilidad deja de ser solo individual. No podemos culpar únicamente al niño, ni siquiera solo a quienes lo reclutaron. Hay que mirar más allá. ¿Qué condiciones lo rodearon? ¿Qué acceso tuvo a oportunidades? ¿Qué referentes tuvo para construir su identidad? ¿Quiénes le fallamos?
Le falló el sistema educativo que tal vez lo expulsó o nunca lo incluyó. Le falló la familia que pudo estar fracturada por la pobreza o la violencia. Le fallaron las instituciones sociales que debían protegerlo. Le falló una sociedad que normaliza la muerte, que idolatra al narco, que consume la violencia como entretenimiento. Le fallamos todos.
Este atentado debe ser un punto de inflexión. No solo por la vida de un candidato político, sino por la vida de miles de niños que hoy están en la delgada línea entre el juego y la guerra. Tenemos que replantear nuestras prioridades como país. La inversión en educación no puede seguir siendo una promesa de campaña, sino una política real. La niñez no puede seguir siendo carne de cañón para grupos armados, ni sombra invisible en los barrios más vulnerables.
Hoy Miguel Uribe se debate entre la vida y la muerte. Su estado es crítico y el país entero espera, con el corazón en la mano, un milagro. No sabemos qué pasará con él, pero lo que sí sabemos es que esta tragedia no puede ser solo una noticia más. Debe dolernos en lo más profundo. Debe movernos, interpelarnos y obligarnos a actuar.
No hay verdadera paz mientras un niño tenga más posibilidades de empuñar un arma que de sostener un libro. No hay desarrollo mientras la infancia esté a merced del crimen organizado. No hay humanidad si permitimos que el odio y la ambición arranquen la inocencia de los más jóvenes.
Que el dolor de este atentado no sea en vano. Que el sufrimiento de Miguel Uribe y su familia no quede sepultado por el olvido mediático. Que este niño armado, que representa a tantos otros, nos sacuda y nos haga reaccionar. Porque si no actuamos ya, pronto no solo serán los candidatos quienes estarán en peligro. Será toda una generación
Darling Viviana Alban, Dr en Política Educativa, Walden University. Mg en educacion, American College of Education. Mg en Filosofía, Walden University. Lic en idiomas modernos, Universidad de Nariño.




