Su nombre es «Soraya». Según ella, «experta en artes adivinatorias como la astrología y la quiromancia, así como la lectura del tabaco y del aura». A sus dominios se llega por casualidad o por referencias.
En ocasiones sus “pacientes” se dejan convencer de su llamativa publicidad, una tarjeta plastificada en policromía que dice: «Curo enfermedades inexplicables, combato las envidias y las malas energías y retorno al ser amado, doblegándole y sirviendo a los pies del creyente, sin causarle daño ni sufrimiento».
Ese texto fue el que me intrigó, lo reconozco, pero mi caso no fue ninguna necesidad, soy profundamente creyente, practicante católico y no creo en esas cosas; solo tenía, digamos, un “interés científico”.
―Vengo a ver a Soraya― dije en la recepción de un maltrecho edificio del sector de Chapinero, donde un hombre de apariencia más bien siniestra me tomó los datos y recibió el valor de la consulta. Obviamente no dije mi nombre verdadero. Quería ponerla a prueba.
Reía en mi interior; por apenas 50.000 pesos, «Soraya’, experta en las artes del ocultismo, me hablaría de lo divino y lo humano, y me entregaría una profecía.
Antes de ser atendido tuve que esperar cerca de una hora, a que la “maestra Soraya” acabara de atender dos citas. Curiosamente, en las paredes de la sala de estar no había imágenes de demonios, sino de Buda, de San Antonio y una figura de la Virgen de Guadalupe, mi querida Lupe. También había velas blancas encendidas y un acuario vacío que en algún momento debió albergar peces.
El consultorio
Ingresar al centro de operaciones de esta aliada de los espíritus fue como adentrarse en una película de terror. Una luz que emana desde las cuencas vacías de una calavera humana daba la única claridad en la penumbra. Un aire fantasmal se respiraba en la estancia, además de un inocultable rastro de tabaco.
La imagen de las brujas, como amantes del demonio con nariz larga y verruga, distan mucho de ‘Soraya’, En las penumbras se adivinaba a una mujer alta, voluptuosa, de voz grave pero sensual. Por su vocabulario y modales, pude deducir que se trataba de una persona culta y preparada. Seguramente profesional.
Luego de una corta charla donde registró los datos básicos del “paciente” (yo), Soraya inició una serie de preguntas básicas, con el fin de que su “diagnóstico” fuera más preciso.
Le pregunté si como otros hechiceros ella tenía alianzas con fuerzas oscuras, tras lo cual ella aclaró tajante:
―Lo mio es magia blanca, no tema. Las artes demoniacas siempre traen consecuencias negativas, por eso no las uso.
Luego prosiguió con una retahíla que de tanto repetir parecía que la recitara.
Hubo un momento en que, quizás, me esforcé de más para contener la risa. La escena era surrealista.
―Don Gabriel (así me hice llamar), amparada en las energías celestiales puedo decirle que lo suyo no es mal de amores ni cosa parecida. Usted me busca por razones profesionales. Pues bien, llegó al sitio y a la persona indicada», prosiguió la pitonisa.
Entonces me ofreció tres opciones, lectura de tabuco, el tarot o el huevo.
No pude controlar mi sonrisa malintencionada ante la tercera opción. Entonces, se apresuró a explicar.
―No piense mal. Yo pue do leer su destino en el huevo fecundado de una gallina, aclaró.
Le dije que estaba dejando de fumar (mentí) y que tenía reticencia a los juegos de azar, razones por la cual prefería la tal “lectura del huevo”.
Entonces me entregó uno, y me indicó que fuera tras un biombo ubicado a la izquierda del ‘consultorio’ y que allí lo frotara desnudo por todas las partes de mi cuerpo.
Me pareció bizarro. Estar desnudo en ese espacio, detrás de un biombo, al lado de una desconocida, con un huevo en la mano, dejó de ser cómico. Mi risa pasó a ser nerviosa.
Consumado el “ritual”, volví a mi asiento y le entregué el huevo. Lejos estaba de darme cuenta lo sorprendente que sería la experiencia
El dictamen
Lo que pasó lo narraré tal como sucedió y ya verá el lector si me lo cree o no.
Soraya sacó una palangana, rompió el huevo no de la forma en que lo hace cualquier persona, sino con una cucharita especial, creo que de plata, con la que lo golpeó en la mitad. Después, con cuidado, dejó la yema dentro de la cáscara y descargó la clara en un recipiente pequeño y pando.
Hizo algunos movimientos extraños, sacó un tabaco, lo encendió y empezó a hablar.
―Usted es periodista. En realidad, no quiere saber su futuro, no lo necesita. Solo tiene curiosidad de ver lo que hago yo aquí y si yo estafo a las personas. En este momento tiene la grabadora de su celular encendida. Le pido el favor que me respete y deje de hacerlo.
Sorprendido y descubierto, no tuve más remedio que confesarlo. «¿Cómo lo supo?», le pregunté,
―Está en el huevo, está totalmente claro―, me dijo a secas, como con rabia.
Mi risa nerviosa se transformó en confusión. Entonces le ofrecí pagar el precio de una doble consulta si me contaba sobre su don’. Ella accedió, con la condición de que no la grabara.
―¿Usted es psicóloga?
―No, solo conozco muy bien a las personas ―su voz dejó de ser grave y se hizo dulce, casi retrechera ―. Esto es gran parte de este trabajo. Sí, puede que de alguna manera me toque ser psicóloga o hago algo parecido: aquí vienen personas heridas, mi trabajo es consolar a personas enfermas o en duelo, le doy moral a esposas y maridos traicionados, y de vez en cuando me toca lidiar con curiosos o descreídos como usted. Todo hace parte de mi trabajo.
Me ofreció un tinto el cual rechacé, ´porque supuse que eso recortaría el tiempo del interrogatorio. Luego, le pregunté si su buen ojo siempre acertaba y me confesó que no.
―Depende del estado de ánimo con que amanezca. Hay personas que dejan más dudas que respuestas. Al principio me pasó con usted, pero hubo algo en su actitud que me reveló la verdad. Todo esto hace parte del negocio.
En los diez minutos de consulta que me quedaban aceleré la entrevista y me contó que aprendió el arte de la adivinación de una bruja en el Valle de Tenza. Que estudió cinco semestres sociología en la Universidad Nacional y no terminó, que era madre soltera y que gracias a su oficio no le iba mal.
―Tengo la vida asegurada, hay mucha gente agradecida que me ha aportado para comprar cosas como mi apartamento y mi carro. En medio de todo hago una labor social.
Cumpido el tiempo de la “consulta”, al salir, el ayudante, parecido a esos mayordomos de castillo de película de terror, quien seguramente había oído nuestra conversación, estaba que se reventaba de la risa.
―¿Qué tal le pareció la maestra Soraya?
No tuve más remedio que soltar una carcajada y recordar el viejo dicho: “no hay que creer en brujas… pero que las hay, las hay”.




