No es solo política: los cinco argumentos que respaldan la posición de Colombia en la disputa por Santa Rosa

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La reciente tensión entre Colombia y Perú por la Isla Santa Rosa no es solo un choque de declaraciones políticas: concentra asuntos legales, ambientales y estratégicos que explican por qué el presidente Gustavo Petro considera legítimo levantar la voz. Analizando el problema desde tres ejes, derecho internacional y tratados, dinámica fluvial y soberanía práctica, se entiende que la postura colombiana tiene fundamentos que van más allá del gesto político.

Primero, el eje jurídico. Los acuerdos fronterizos vigentes entre Colombia y Perú fueron firmados cuando la morfología del río era distinta; algunos de esos instrumentos como las reglas derivadas del Tratado de Río de Janeiro y protocolos posteriores contemplan mecanismos para resolver la aparición de nuevas islas fluviales mediante acuerdos bilaterales. Colombia sostiene que la isla en cuestión no existía (o no tenía la misma configuración) en los momentos en que se delimitó la frontera, por lo que su incorporación unilateral a la administración peruana viola el “espíritu” de esos pactos y las normas que exigen negociación sobre nuevos islotes surgidos por dinámica natural. Esa interpretación es precisamente lo que ha esgrimido Petro y la cancillería colombiana. 

Segundo, la realidad geográfica y la navegación. Varios informes periodísticos y estudios académicos muestran que la sedimentación y los cambios en el cauce del río Amazonas han reducido de forma sensible el caudal y la profundidad en sectores clave frente a Leticia. Esa transformación física no es irrelevante: si el trazado limítrofe y las condiciones de navegación se alteran, el acceso fluvial de una ciudad como Leticia clave para el abastecimiento y la integración regional colombiana puede verse comprometido. Desde esa perspectiva, la reclamación colombiana no solo es una disputa jurisdiccional abstracta, sino una defensa de accesos estratégicos y derechos de uso del río que afectan a la población local. 

Tercero, la conducta diplomática. La conversión administrativa de la isla en distrito por parte de Perú, sin un proceso negociado con Colombia, es el acto que disparó la reacción presidencial. Para muchos observadores, la unilateralidad más que la posesión física es lo que tensiona la relación: cuando un Estado toma decisiones internas que alteran estatus territoriales en zonas limítrofes, se generan obligaciones diplomáticas que exigen diálogo previo o, al menos, mecanismos de consulta binacional. En ese sentido, la exigencia de Petro por una negociación o por llevar el caso a instancias internacionales responde a un procedimiento que otros países han seguido en disputas similares. 

Finalmente, el factor político no invalida la validez del reclamo. Es cierto que la disputa adquiere resonancia pública y simbólica (Petro incluso trasladó actos oficiales y puso el Amazonas en el centro del debate). Pero separar la motivación política del fondo técnico legal sería una simplificación: las pruebas cartográficas, la interpretación de los tratados y el riesgo real a la conectividad fluvial constituyen elementos objetivos que sostienen una posición negociadora y, en última instancia, la posibilidad legítima de acudir a tribunales internacionales si no hay acuerdo bilateral. 

Conclusión: afirmar que Petro “tiene la razón” no es aplaudir un gesto beligerante, sino reconocer que la reclamación colombiana se apoya en normas internacionales que contemplan la aparición de nuevas formaciones fluviales, en una evidencia científica sobre cambios del cauce que afectan el acceso al Amazonas y en la queja legítima por actos administrativos unilaterales en un área sensible. Estas tres capas legal, física y diplomática convierten la postura del gobierno en una posición defendible y con opciones razonables de resolución pacífica si se activan los mecanismos acordados entre ambos países.


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