En 1976, una niña rumana de ojos enormes y temple de acero hizo que el mundo entendiera que la perfección no era un mito. Nadia Comăneci consiguió lo impensable en gimnasia: la primera calificación 10 en unos Juegos Olímpicos. Los jueces ni siquiera tenían forma de mostrar un 10 en el marcador porque pensaban que era imposible. Mostraron un “1.00”. Ironías del destino: la imperfección del tablero probó la perfección del cuerpo.
Criada bajo un régimen estricto, Nadia creció en un ambiente donde fallar no era opción. Pero más que presión política, lo que la movía era una obsesión casi científica con la precisión. Su rutina en barras asimétricas parecía suspendida entre la realidad y la física cuántica. Tenía la delicadeza de una mariposa y la firmeza de un martillo.
El precio de la excelencia fue alto. Vivió control político, seguimiento constante y presión estatal. Aun así, su influencia transformó la gimnasia de deporte elegante en un deporte espectacular. Lo que antes era simple técnica, Nadia lo convirtió en arte. Hasta hoy, cualquier niña que entra a un gimnasio lleva un pedacito de Comăneci en su ambición.




