Máscaras y realidades

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Ponernos en evidencia frente a un mundo dominado por las apariencias nos obliga a adaptarnos a nuevos sistemas y esquemas que nos han moldeado para ser aceptados y correspondidos. A medida que crecemos, desarrollamos una mirada en estado «salvaje», como lo describe muy bien Jules Breton. Esa mirada salvaje observa la ingenuidad de la primera vez, descubriendo paisajes nunca antes vistos, alejándose de la voluntad de domesticar nuestra visión.

Cuando nos despojamos de las sujeciones sociales, encontramos el verdadero camino, abriendo paso a la posibilidad de nuevas realidades. Nuestra identidad no simboliza oscuridad, pues somos únicos cuando nos atrevemos a ser nosotros mismos. Así, logramos ver incluso lo que no es visible ante nuestros ojos. Somos recuerdos, y por eso debemos atrevernos a observar lo que nadie ha osado ver. Renunciar a las pautas impuestas por la sociedad puede llevarnos a la soledad, desafiando nuestras complacencias.

Nos encontramos con rostros que aparentan embellecer el alma, cuando en realidad, dentro de nosotros hay un vacío. Vivimos en un sinfín de mentiras, donde, poco a poco, esas falacias se convierten en nuestra realidad. En este mundo, las apariencias tienen más renombre y se valoran por encima de todo. Nos transformamos en sujetos de deseo, adaptándonos a la monotonía de todo aquello que, aunque aparente ser simple, está impregnado de superficialidad.

Nos humillamos ante un universo inmenso que deja cicatrices, destacando nuestra indignidad cuando nos enfrentamos a la realidad. Al despojarnos de las máscaras que la sociedad nos ha impuesto, nos acobardamos al adentrarnos en nuestro interior. Descubrir lo que muchos consideran inaccesible nos lleva a una nueva perspicacia, abriendo los ojos a territorios desconocidos que invitan a la reflexión.


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