
Hay una presión silenciosa que todos sentimos: la de tener que saber quiénes somos y qué queremos ser antes de que el mundo termine de inventarse. Nos piden que elijamos una carrera, una vocación, un camino… mientras el planeta cambia más rápido que nuestras certezas.
A nuestros padres los criaron en una época donde las profesiones eran estructuras sólidas: abogado, médico, profesor, ingeniero. Ahora el trabajo más importante del 2035 probablemente ni siquiera se ha inventado todavía. Y eso descoloca. Sentirse perdido ya no es un defecto, es una consecuencia natural de vivir en tiempos líquidos.
“Mamá, ¿cómo voy a saber qué quiero ser si para lo que sirvo todavía no existe?” no es una pregunta de derrota, es una afirmación de posibilidad. Significa que uno tiene una intuición: sé que tengo algo que ofrecer, solo que el mundo aún no sabe cómo llamarlo. Y eso es poderoso.
Quizás no necesitamos definirnos tan pronto. Tal vez el sentido de la vida en esta era no está en elegir una etiqueta, sino en aprender a moverse entre ellas. El valor ya no está en tener un título fijo, sino en la capacidad de adaptarse, de aprender, de reinventarse. El futuro no pertenece a los que saben exactamente qué quieren ser, sino a los que no se asustan de no saberlo.
El talento no siempre encaja en los moldes del presente. A veces lo que uno trae al mundo necesita que el mundo cambie un poco primero. Así que mientras tanto, el trabajo real es explorar, probar, equivocarse y construir el mapa a medida que se camina.
Quizás para lo que sirves aún no existe, pero eso no significa que no sirvas. Significa que eres parte de quienes van a inventarlo.




