
Mucho antes de los selfies, los “colabs” y los reels, ya existían los influencers. No usaban hashtags ni filtros, pero dominaban el arte más antiguo de todos: el de construir una imagen. El siglo XIX fue una especie de Instagram analógico, con retratos al óleo, litografías y columnas en los periódicos como equivalentes de los posts virales.
Tomemos a Lord Byron, por ejemplo. El poeta inglés no solo escribía versos románticos: fabricaba una personalidad. Vivía envuelto en escándalos, posaba con melancolía y cultivaba una reputación de genio maldito. Era el “chico malo” del romanticismo, y sus lectores lo amaban tanto como hoy se idolatra a un rockstar. Hasta las mujeres de la aristocracia se vestían “a lo Byron”, copiando su peinado y su estilo sombrío.
En Francia, George Sand —una mujer que escribía con seudónimo masculino y vestía pantalones en público— rompía todas las normas para mantenerse en el centro del debate cultural. En América, figuras como Oscar Wilde entendieron el poder de la autopromoción con precisión quirúrgica: cada frase, cada gesto, cada traje era parte de una narrativa cuidadosamente construida.
Los retratos eran los precursores de las fotos de perfil. Los salones literarios, los timelines. Las polémicas públicas, el algoritmo de la época: quien generaba más conversación, ganaba visibilidad. El escándalo era engagement puro.
Lo fascinante es que todos estos personajes intuían lo que hoy vivimos de forma masiva: que la fama no depende del talento, sino de la historia que se cuenta alrededor de él. Wilde lo resumió con ironía profética: “Solo hay algo peor que hablen de ti, y es que no hablen”.
Internet no inventó la cultura del ego. Solo la democratizó. Antes, el influencer necesitaba un editor, un mecenas o una imprenta; ahora basta con conexión Wi-Fi. Lo que cambió fue la escala, no la esencia. Seguimos siendo criaturas obsesionadas con ser vistas, aunque el espejo haya pasado de un retrato al feed.
Quizás lo realmente nuevo no sea la fama, sino la velocidad con que se disuelve. Los Byron y las Sands duraban generaciones. Hoy, una polémica dura 24 horas.
La fama sigue siendo el mismo fuego, pero el algoritmo convirtió la hoguera en chispa.




