Lo llamaban “Nerón”. No por emperador, sino por incendiario. Por el rastro de bronca que dejaba en cada esquina, por la forma en que miraba sin bajar la cabeza. En Caloto, Cauca, lo conocían pocos, lo temían varios, y lo querían… nadie.
Cayó en la tarde, con el sol todavía alto y el polvo caliente. Un solo disparo, quirúrgico, brutal: justo en el abdomen. No hubo ráfaga, no hubo gritos. Solo el eco seco del plomo entrando, y luego el silencio. Nerón se dobló como si rezara, pero no hubo plegaria. Se desangró en el suelo, viendo a sus verdugos alejarse en moto, sin prisa, sin rostro, sin placas.
Nadie lo reclamó. Nadie lloró. No hubo velas, ni flores, ni estados con su nombre. Solo un cuerpo tendido, una sangre que se secó rápido, y un expediente que empieza con “NN”.
Las autoridades llegaron con su protocolo: acordonaron, fotografiaron, levantaron. Medicina Legal hará lo suyo. La Fiscalía buscará un móvil, un culpable, una razón. Pero en el fondo, Nerón ya estaba condenado antes de que el disparo lo alcanzara. Su historia, como tantas otras, se escribió en tinta roja y se archivó sin duelo.
Y mientras el pavimento aún conserva la mancha, Caloto sigue su curso. Como si no hubiera pasado nada. Como si Nerón nunca hubiera existido. Como si el silencio fuera suficiente.




