Las ciudades matan la creatividad (y te lo venden como estilo de vida)

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Las ciudades siempre se han vendido como imanes de talento. “Si quieres triunfar, vete a la capital”, decían los padres, los anuncios y las películas. Pero la realidad contemporánea es más cruel: las ciudades no están potenciando la creatividad, la están agotando.

La lógica urbana moderna funciona como una máquina de distracción constante. Todo está diseñado para ocupar tu tiempo y tus sentidos: pantallas en el transporte, música en los cafés, notificaciones en el celular. El silencio, que es el caldo de cultivo de las ideas, se volvió un lujo tan raro como un arriendo barato.

Las ciudades también secuestran la energía mental. Entre el tráfico, el estrés y la burocracia cotidiana, el espacio para pensar se reduce al mínimo. Las personas creativas terminan gastando su chispa en sobrevivir. Y si logran producir algo, la ciudad lo absorbe, lo convierte en mercancía, en contenido, en branding.

Lo irónico es que la estética urbana se alimenta de la misma creatividad que asfixia. Los murales que decoran los barrios gentrificados, los cafés con decoración “artesanal”, los festivales “alternativos” patrocinados por bancos: todos reciclan el espíritu rebelde que alguna vez nació de la incomodidad de vivir en la ciudad. El capitalismo aprendió a vendernos la nostalgia de una bohemia que ya no existe.

Antes, los artistas vivían en las ciudades porque era donde se encontraban. Ahora se agrupan en chats, servidores y comunidades digitales, mientras los centros urbanos se llenan de coworkings con frases motivacionales. El impulso creativo ya no necesita geografía, pero la ciudad sigue queriendo cobrarnos alquiler por pertenecer.

Quizás por eso los mejores proyectos recientes no nacen en capitales, sino en márgenes: en pueblos, suburbios, ciudades intermedias. Lugares donde el tiempo todavía se estira y el silencio tiene espacio para quedarse un rato.

La ciudad mató la creatividad, sí, pero el crimen fue pasional: lo hizo por miedo a quedarse sola.


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