La transfobia nos va a acabar

[responsivevoice_button voice="Spanish Latin American Male" buttontext="Escuchar Noticia"]
Compartir en

No es un secreto ni un caso aislado el reciente y cruel asesinato de Sara Milerey González Borja, una mujer trans de 32 años, en Bello, Antioquia. Esta víctima fue brutalmente golpeada, le rompieron los brazos y las piernas, la amarraron para inmovilizarla y posteriormente la arrojaron a un caño, mientras sus agresores se dedicaban únicamente a grabar y observar cómo Sara pedía ayuda, ahogándose en aguas contaminadas. Según los reportes médicos, esa contaminación agravó su estado de salud, sumado a las profundas laceraciones que presentaba en todo su cuerpo, consecuencia directa de la intolerancia y la ignorancia que todavía, tristemente, nos define como sociedad.

Sara no resistió. Murió al llegar al hospital. Pero lo que realmente la mató fue el odio. La mató la crueldad de una sociedad que sigue sin reconocer la humanidad de quienes son diferentes. Y este no es un caso aislado, ni exclusivo de Antioquia, ni siquiera de Colombia. Las cifras del 2024 revelan que la violencia contra la comunidad LGBTIQ+ aumentó casi un 30 %, y en lo que va del 2025, ya se han registrado 23 asesinatos por razones puramente motivadas en el odio, la homofobia y, como en este caso, la transfobia.

Antioquia se destaca como uno de los departamentos más peligrosos para las personas LGBTIQ+. Esto puede parecer contradictorio, considerando que Medellín es el mayor epicentro de activismo LGBTIQ+ en el país, incluso más que Bogotá. Sin embargo, esta visibilidad también ha generado reacciones violentas, alimentadas por pensamientos conservadores, retrógrados y religiosos que aún permea muchas regiones del país. Es una ciudad que lidera en la lucha por los derechos, pero también en los registros de violencia de género.

Y entonces, ¿qué pasa con las demás zonas del país? Hay regiones donde no se reportan casos, pero eso no necesariamente es buena señal. Puede que allí simplemente todo se calle, todo se oculte y nada se denuncie. El silencio también es una forma de violencia.

Como sociedad, debemos preguntarnos hasta dónde vamos a llegar con estas convicciones caducas. ¿Quién nos dio el derecho de decidir quién vive o quién muere solo porque sus decisiones de vida no encajan en nuestras creencias? Seguimos siendo un país profundamente violento, aferrado al pasado. Y hasta que no transformemos nuestra mentalidad colectiva, no podremos avanzar como nación.


Compartir en

Te Puede Interesar