
El fútbol siempre tuvo un encanto particular: la mezcla de genialidad humana, errores inevitables y ese toque de azar que hacía de cada partido un drama irrepetible. Durante más de un siglo, árbitros y jueces de línea cargaron con el peso de decisiones instantáneas, algunas gloriosas y otras polémicas que aún se discuten en bares y tertulias. Luego llegó la tecnología, y con ella el famoso VAR (Video Assistant Referee). La promesa era clara: acabar con las injusticias y “limpiar” el fútbol de errores arbitrales. Pero la gran pregunta sigue en el aire: ¿el VAR arregló el juego o lo convirtió en un laboratorio clínico con batas blancas invisibles?
En teoría, el VAR es un superhéroe digital. Revisa jugadas dudosas, mide fuera de lugar con precisión milimétrica y puede detectar una mano que nadie vio en el estadio. A primera vista, parece un triunfo de la justicia deportiva. El gol que no debió ser, la falta que pasó desapercibida, el penal inexistente: todo eso, supuestamente, quedó atrás. Sin embargo, la práctica ha demostrado que no es tan sencillo.
El fútbol es un deporte fluido, caótico y humano. Meterle cámaras, líneas trazadas por computadora y repeticiones al detalle puede matar su esencia. En vez de celebrar un gol con un grito inmediato, la afición se queda mirando la pantalla del estadio, esperando que un grupo de jueces en una cabina decida si el delantero estaba adelantado por la punta de la rodilla. La emoción del instante se transforma en suspenso burocrático.
Además, el VAR no eliminó la polémica, simplemente la mudó de lugar. Antes se discutía si el árbitro estaba ciego; ahora se discute si la línea trazada por la computadora fue justa, si la toma de cámara era la correcta o si el criterio de “interpretación” fue el mismo en dos jugadas idénticas. La frase “el VAR arruinó el fútbol” se volvió habitual en la boca de hinchas que sienten que su equipo fue perjudicado, mientras otros defienden la idea de que al menos se reducen los errores groseros.
Hay que reconocer algo: el VAR sí hizo más justo el fútbol en ciertos momentos. Goles fantasmas que antes pasaban desapercibidos ya no engañan a nadie. Patadas criminales que escapaban al ojo humano ahora se sancionan. Pero también dejó claro que el fútbol nunca será una ciencia exacta. La interpretación sigue siendo parte del juego, y la máquina no borró la subjetividad.
El gran dilema es filosófico: ¿qué es más importante, la justicia absoluta o la emoción del juego? Si queremos precisión quirúrgica, el fútbol se convierte en un laboratorio donde todo se mide, todo se revisa y nada se deja al azar. Si preferimos la pasión desbordada, debemos aceptar que habrá errores, injusticias y discusiones eternas en las mesas de café.
Quizá el futuro no esté en eliminar el VAR, sino en usarlo con mesura. Que sea un apoyo, no un protagonista. Que sirva para corregir lo obvio, no para analizar si un talón estaba cinco centímetros adelantado. El fútbol necesita justicia, sí, pero también necesita magia. Y la magia, por definición, no cabe en una repetición en cámara lenta.
