
El ser humano es, por naturaleza, egoísta. Desde que nacemos, buscamos nuestro bienestar y actuamos en función de nuestros intereses. Sin embargo, paradójicamente, nos angustia cómo nos perciben los demás, como si sus juicios fueran determinantes para nuestra existencia.
Jean-Paul Sartre afirmaba que «el infierno son los otros». Nos atormenta la posibilidad de ser juzgados, de no encajar, de proyectar una imagen inadecuada. Sin embargo, rara vez consideramos que cada persona está atrapada en su propia angustia, preguntándose lo mismo sobre sí misma. Nos preocupamos excesivamente por cómo nos ven, sin notar que los demás están demasiado ocupados en su propia imagen para prestar atención a la nuestra.
El psicólogo David Elkind definió este fenómeno como el «público imaginario», la creencia de que somos constantemente observados y analizados, cuando en realidad, nadie nos presta tanta atención como pensamos. Nuestra ansiedad social se alimenta de una ilusión.
Comprender esto es liberador. No somos el centro del universo y, lejos de ser algo negativo, es una invitación a la autenticidad. La vida no es un escenario donde todos nos miran, sino un espacio donde cada uno está demasiado preocupado por sí mismo para notar cada uno de nuestros movimientos.




