La reciente inauguración de una estatua de Josef Stalin en Moscú ha generado controversia dentro y fuera de Rusia, al ser vista por muchos como un intento deliberado del Kremlin de reconfigurar la memoria histórica nacional en medio de la guerra contra Ucrania.
Ubicada en un espacio público y acompañada por otras figuras del pasado soviético, la estatua representa una señal clara del resurgimiento del culto a Stalin, un líder que, pese a su papel en la victoria sobre la Alemania nazi, también fue responsable de purgas, represiones masivas y millones de muertes.
Este tipo de homenajes coinciden con la narrativa oficial promovida por el gobierno de Vladimir Putin, que busca justificar la invasión a Ucrania bajo argumentos históricos y geopolíticos, rescatando figuras del pasado soviético como símbolos de poder, unidad y resistencia frente a Occidente.
Analistas señalan que el resurgimiento de la figura de Stalin forma parte de una estrategia más amplia para consolidar el nacionalismo, acallar voces críticas y fortalecer el control ideológico sobre la sociedad rusa, especialmente en tiempos de conflicto.
La estatua no solo ha provocado reacciones de preocupación entre organizaciones de derechos humanos y académicos, sino que también reaviva el debate sobre el uso político de la historia en regímenes autoritarios y la peligrosa tendencia de glorificar líderes que, si bien influyeron en la historia, también la tiñeron de sangre.




