Mosab al Trtori, un joven de 20 años originario de Rafah, Gaza, representa la dura realidad de miles de desplazados por la guerra. Antes del conflicto, vivía en una amplia casa con su familia, estudiaba ingeniería y gestionaba un canal de videojuegos en YouTube. Hoy sobrevive en el campamento de al Mawasi, cerca del Mediterráneo, junto a ocho familiares en una tienda de campaña, tras perderlo todo. Sus redes sociales se han convertido en una ventana para mostrar al mundo su vida en medio de la devastación.
La comida domina el día a día de los gazatíes. En una región marcada por el hambre y la desnutrición —la ONU confirmó hambruna en la Ciudad de Gaza en agosto, con al menos 185 muertes por esa causa en un solo mes— conseguir alimentos es una lucha constante. Mientras la familia de Mosab aún tiene algo de recursos económicos para comprar en mercados, la mayoría depende de la ayuda humanitaria, cuyo acceso suele implicar riesgo de muerte: más de 2.000 personas han fallecido en los alrededores de centros de ayuda en meses recientes, según Naciones Unidas.
Mosab suele encargarse de las compras porque es el mejor negociando precios, aunque los costos se han disparado: un diente de ajo cuesta 3 dólares, la harina —un alimento básico— puede venderse a 200 dólares el saco de 25 kilos (30 veces más que antes de la guerra), y productos sencillos como la cebolla se han convertido en lujos. Muchas veces los alimentos provienen de cargamentos de ayuda robados por bandas y revendidos a precios inalcanzables. El joven dedica horas bajo un sol abrasador para recorrer mercados, regatear y cargar los pocos víveres que consigue.
El acceso al dinero en efectivo también es un gran problema. Los bancos y cajeros ya no funcionan y, debido a las restricciones israelíes, obtener efectivo implica pagar comisiones de hasta el 50%. En este contexto, Mosab y su familia viven con el temor constante de que su relativa estabilidad desaparezca de un día para otro.
El agua potable es otro recurso crítico. La infraestructura hídrica fue destruida y la mayoría depende de plantas desalinizadoras, que operan de forma irregular. La familia de Mosab suele amanecer con apenas 12 litros de agua y, cuando llegan camiones cisterna, el campamento entero se lanza a buscarlos en medio del caos. A veces, no queda más remedio que usar agua salada de pozos, aun sabiendo que daña los cultivos.
La preparación de alimentos es igualmente difícil por la falta de combustible. Un encendedor que costó 30 dólares lo comparten entre 25 familias, mientras que cocinar implica usar madera escasa —que puede provenir de los escombros de casas bombardeadas— o incluso quemar plástico, pese a ser tóxico. Mosab ayuda a su familia partiendo leña con herramientas compartidas, a riesgo de heridas, y recuerda con nostalgia los días en que podían cocinar con gas.
En medio de todas estas dificultades, la familia logra preparar platos tradicionales como la mujaddara (lentejas, arroz y cebolla), aunque en versiones incompletas por la falta de ingredientes. Mosab confiesa sentir culpa porque sabe que muchos de sus vecinos no tienen nada para comer.
Además de sobrevivir, el joven cultiva pequeñas parcelas de pimientos, tomates y berenjenas en la arena, regándolas con agua salobre. Aunque las cosechas son mínimas, representan un rayo de esperanza para él y su familia.
La vida de Mosab es un reflejo de la crisis humanitaria en Gaza: la escasez de alimentos, agua y combustible; la dependencia de una ayuda humanitaria insuficiente; la inflación descontrolada; y la vulnerabilidad de las familias desplazadas. A pesar de todo, él sueña con retomar sus estudios de ingeniería y con un futuro en el que haya comida y agua disponibles libremente para su pueblo. Mientras tanto, sigue regando sus cultivos, símbolo de resiliencia frente a la adversidad.




