Carlos Salamanca Galíndez tenía 27 años y era soldado profesional. Esta Semana Santa, tras gestionar un permiso especial, viajó con ilusión a visitar a sus padres, doña Aura y don Daniel, en la finca La Trocha, en zona rural del municipio de La Vega, Cauca. Los días de recogimiento y fe que esperaban compartir en familia se tiñeron de sangre y horror en la vereda El Roble, donde el joven fue secuestrado y posteriormente asesinado por hombres armados, que llegaron en vehículos blindados y con armamento de alto poder.
La violencia en el Cauca, que muchos pensaban reducida tras los acuerdos de paz, demostró que sigue viva, mutada y fortalecida en algunos territorios. A Carlos le habían advertido que no regresara. Pero su amor por sus padres fue más fuerte que el miedo. Pensó, quizás ingenuamente, que estar en uniforme significaba protección, que regresar a su tierra no era una sentencia.
Secuestrado en Viernes Santo
La tragedia ocurrió la noche del Viernes Santo. Carlos se encontraba en el negocio de doña Carmensita, un pequeño local que sirve de punto de encuentro en la vereda El Roble. Era uno de esos lugares donde la comunidad todavía guarda la esperanza de tiempos mejores, donde la gente se saluda por el nombre y se siente segura. Pero ese día no fue así.
Los armados llegaron preguntando por él. No se sabe con certeza a qué grupo pertenecían, porque en esta zona todos los grupos armados parecen tener presencia. Se lo llevaron amarrado, con violencia, como en los peores años del conflicto. La escena recuerda los relatos más oscuros de finales del siglo pasado, cuando el Cauca era tierra sin ley y los jóvenes eran blanco fácil del terror.
El amanecer más triste del año
La mañana del Sábado Santo trajo la confirmación del peor de los miedos. Carlos fue hallado muerto, baleado y abandonado. Nadie del Estado estaba allí para custodiar su cuerpo, para cuidar su dignidad. El inspector no pudo llegar, y el Ejército, que hace presencia intermitente en la zona, apenas pudo responder con un movimiento simbólico. Los vecinos, con respeto y dolor, asumieron el papel de autoridades, porque en el Cauca profundo, el abandono ha convertido al pueblo en sepulturero, juez y guardián de su propia tragedia.
Una familia rota y un mensaje que duele
En La Trocha, doña Aura y don Daniel esperan el cuerpo de su hijo. Ya no lloran, porque el llanto se les secó entre la rabia, el dolor y la impotencia. Carlos era su orgullo. Humilde, trabajador, disciplinado. Quería avanzar, salir adelante y servir al país. Ahora su historia se suma a las de miles de jóvenes que han caído víctimas de una guerra que nunca terminó, solo se reacomodó.
El mensaje es doloroso, casi insoportable: ni siquiera un soldado puede sentirse seguro en su propia tierra. La paz firmada en los papeles no ha llegado a las veredas donde el Estado es una sombra y el miedo, una presencia constante.
Carlos, un nombre más en la larga lista de la guerra
Carlos Salamanca Galíndez no será tendencia en redes. No habrá homenajes oficiales ni comunicados de prensa. Su muerte no será escándalo nacional, pero en el corazón del Cauca representa la historia de muchos.
Murió por querer abrazar a su mamá. Por creer que aún podía caminar por su tierra con la frente en alto. Por pensar que, tal vez, el uniforme le daba algún tipo de inmunidad. Pero no fue así. En esta guerra maldita, ser hijo, ser soldado o ser campesino es suficiente para ser objetivo.

