
Vivimos rodeados de ironía. Todo tiene comillas invisibles, una capa de sarcasmo que nos protege del ridículo y del dolor. Si algo nos emociona demasiado, lo disfrazamos de broma. Si algo nos indigna, lo convertimos en meme. Y si algo nos importa, fingimos que no tanto. El cinismo se volvió un escudo emocional, una forma elegante de no mostrarse vulnerable en un mundo que se alimenta de la exposición.
Pero ese escudo tiene consecuencias. La ironía constante termina siendo una jaula. Nos mantiene a salvo, sí, pero también nos impide sentir de verdad. Es más fácil burlarse de la esperanza que sostenerla, más cómodo reírse del amor que asumirlo en serio. La cultura contemporánea —de los timelines al stand up, del arte posmoderno al shitposting— parece vivir bajo una misma consigna: no te lo tomes tan en serio.
Lo curioso es que el cinismo, originalmente, no era esto. Los filósofos cínicos de la Grecia antigua predicaban una vida libre de hipocresía, basada en la verdad y la austeridad. Su rebeldía era ética, no irónica. Pero nosotros tomamos el nombre y le dimos la vuelta: ahora el cinismo significa dudar de todo, incluso de la posibilidad de ser sinceros.
En redes, esa actitud se volvió casi necesaria. Mostrar entusiasmo sin sarcasmo es exponerse al juicio. Decir algo con convicción se siente anticuado. La ironía es el idioma de la autoprotección, el disfraz que usamos para sobrevivir a la sobreexposición emocional.
Sin embargo, debajo del humor y la pose, se nota el cansancio. Queremos creer en algo —en el arte, en el amor, en la amistad—, pero nos da miedo parecer ingenuos. Tal vez el desafío de esta generación no sea descubrir la verdad, sino volver a tomarse algo en serio sin sentir vergüenza.
El futuro no va a necesitar más ironía. Va a necesitar coraje para volver a hablar sin comillas.




