
La arepa no es solo comida: es geopolítica, identidad y —en el caso de Colombia y Venezuela— una guerra fría con sabor a maíz. No hay debate más viejo ni más sabroso. ¿Quién la inventó? ¿De quién es la original? Cada país asegura que la suya es la verdadera, mientras el resto del mundo observa sin entender por qué dos naciones hermanas podrían romper relaciones diplomáticas por un disco de harina.
Pero más allá del orgullo patrio, hay ciencia en la arepa. Y entenderla explica por qué este alimento tan simple ha resistido siglos, fronteras y peleas en Twitter.
Todo empieza con el maíz. La arepa tradicional no se hace con cualquier harina: se hace con maíz nixtamalizado, un proceso que los pueblos originarios ya dominaban hace más de mil años. La nixtamalización —palabra que suena a hechizo azteca— consiste en cocinar el maíz con cal y agua. Esto libera nutrientes, mejora el sabor y permite que la masa sea moldeable. Es básicamente química ancestral: sin ese paso, la masa se parte, el sabor se apaga y la textura se vuelve triste.
Luego viene el amasado. Un científico te diría que aquí se activan las cadenas de almidón; una abuela te diría que aquí se activa el amor. Ambas tienen razón. La temperatura de las manos, la cantidad de agua, incluso la fuerza con la que se aprieta la masa, cambian el resultado. Una arepa muy húmeda se desmorona; una muy seca parece ladrillo. En términos técnicos: el equilibrio perfecto está en una humedad del 45%. En términos prácticos: cuando la masa ya no se pega a los dedos, pero sigue viva.
La cocción es otra historia. Los colombianos somos flexibles: asada, frita, horneada, al rescoldo, con queso, sin queso, rellena de chicharrón o de nostalgia. En cada región hay una versión diferente, y todas tienen razón. La arepa paisa es minimalista, delgada, casi simbólica. La boyacense es dulce, una galleta con alma. La costeña tiene mantequilla y actitud. En cambio, la venezolana es una diva: gruesa, rellena, fotogénica, hecha para el aplauso.
Ahí está el verdadero conflicto. El colombiano ve la arepa venezolana como una hamburguesa de maíz; el venezolano ve la colombiana como una tostada inacabada. Y aunque ambos tienen argumentos, la verdad es que comparten la misma raíz. Literalmente. Los arqueólogos han encontrado rastros de masas de maíz cocidas hace más de 2.000 años en zonas que hoy son comunes a ambos países. La arepa es precolombina, y su territorio original no entendía de fronteras. Así que, técnicamente, la arepa es más vieja que Colombia y Venezuela.
Pero claro, la razón no detiene la pasión. Los memes, las discusiones y los videos comparativos seguirán hasta el fin de los tiempos. Porque la arepa, más que un alimento, es un símbolo. En ella cada quien pone su identidad: lo que significa hogar, desayuno y pertenencia. Cuando un colombiano dice “mi mamá hace las mejores arepas”, no está hablando de gastronomía; está hablando de infancia.
Y en el fondo, esa es la magia. Pocas comidas logran condensar tanto cariño y tanta ciencia en algo tan simple. Un disco de maíz que puede ser desayuno, cena, o argumento diplomático. La arepa une y divide, alimenta y provoca. Es física, química, historia y emoción.
Así que sí, probablemente la pelea nunca se acabe. Pero tal vez no deba hacerlo. Porque mientras colombianos y venezolanos sigan discutiendo con pasión sobre quién hace la mejor arepa, significa que ambos siguen queriendo lo mismo: conservar una tradición que sabe a hogar.
Al final, la respuesta más sabia no está en un tratado internacional ni en un TikTok comparativo. Está en la cocina, cuando uno muerde una arepa caliente y se da cuenta de que, sin importar de dónde venga, el sabor del maíz recién tostado es una verdad universal.




