En muchas ciudades, la desaparición del juego en los espacios públicos es un síntoma clave de la debilitación de los lazos comunitarios. Actividades como jugar a la escondida, al fútbol en la vereda o al cupacupa ya no forman parte del paisaje cotidiano, lo que evidencia un cambio profundo en la manera en que los habitantes se relacionan con su entorno y entre sí.
El juego callejero, según el psicólogo comunitario Gustavo Makrucz, no solo implicaba diversión, sino exploración del barrio, encuentro entre vecinos y apropiación del espacio público. Con su desaparición, lo que permanece es una calle concebida como mero tránsito, no como zona de encuentro, intercambio o comunidad.
Entre las causas que se identifican están el aumento del miedo, la sensación de inseguridad, la hegemonía del espacio privado sobre el público y la mercantilización de los lugares de juego. En lugar de plazas vivas, se construyen zonas de paso o espacios acondicionados estrictamente para el consumo. Como consecuencia, los niños y jóvenes se acercan cada vez menos a la calle y más a espacios controlados, cerrados o institucionalizados.
El impacto va más allá de lo lúdico: la ausencia del juego comunitario afecta la salud mental, la construcción de vínculos entre generaciones, el sentido de pertenencia al barrio y la capacidad de imaginar y habitar colectivamente los espacios urbanos. En este contexto, volver a imaginar la calle como escenario de juego es también una forma de recuperar la vida comunitaria y la riqueza del espacio público.


