Cuando a Jeison Rodríguez le duele la cabeza, sabe que está creciendo. El menor de sus problemas puede ser desbordar los zapatos o tener que agachar más la cabeza para cruzar por una puerta, ya que su glándula pituitaria, la fábrica de la hormona del crecimiento, no deja de trabajar. Conseguir el dinero para pagar cada dos meses una ampolla carísima —que cuesta unos 1.500 dólares— con la que controla el acrogigantismo, una enfermedad endocrinológica crónica de alto costo, es lo que realmente le preocupa todos los días. Cuando no la toma, el dolor de cabeza aparece como una mala señal, seguido de convulsiones que le hacen perder la memoria, y le cuesta pararse y caminar debido al imparable crecimiento de su cuerpo.
A los ocho años comenzaron los primeros dolores. A los 10, empezó a crecer. A los 12, lo diagnosticaron. A esa edad, era más alto que su madre, calzaba talla 50 de zapato y era objetivo del bullying en la escuela de Palo Negro, en el estado Aragua, en la región central de Venezuela. “Me escupían, me pateaban, se burlaban de mí. Me decían fenómeno, patón”. Tres veces intentó suicidarse, quebrado emocionalmente por la violencia y el rechazo a los que suelen estar expuestos los que se salen de lo normativo. Los médicos de entonces no le dieron mucha esperanza de vida tras el diagnóstico. Quería ser chef, pero dejó su camino en manos de la religión cristiana que profesan en su casa. “Me siento privilegiado, el Señor me puso este cuerpo tan grande para que yo predicara la palabra de Dios. No es fácil vivir con esta condición, dependiendo de las personas y del apoyo de mi familia, pero cuando la gente se me acerca a pedirme una foto, les hablo de Dios”, cuenta el joven de 28 años en conversación telefónica desde Colombia.
La relación con su cuerpo cambió en 2016, cuando tenía 20 años y recibió una medalla del Récord Guinness, porque era el hombre con los pies más grandes del planeta. Entró entonces en otro canon, el de los asombros de los que vive esta organización internacional. Por pasar cuatro años sin tomar la medicina, cree que ya ha superado su propio récord y que los del Guinness —que entonces le entregaron un papel escrito en inglés, en el que le tomó tiempo entender que no había premio en metálico— deberían volver a medirlo, porque ahora los tiene más grandes. A razón de una talla por año, calcula que los zapatos le van quedando apretados. En 2016, cuando fue incluido en los récords, sus pies medían 40,5 centímetros. Hoy dice que tienen cinco centímetros más, lo que equivale a una talla 70-72 de zapatos. También es el hombre más alto de América Latina, con una estatura de 2,38 metros, y el segundo del mundo.
Hace un mes que Jeison está en Barranquilla, Colombia. Tiene funciones en el circo de un parque de atracciones que abrió recientemente en la ciudad costera. Junto a dos payasos, hace un sketch en el que estos se pelean y uno llama a su hermanito para que lo defienda. Detrás del telón, aparece Jeison para atemorizarlo. Las funciones de su acto, asegura, se han llenado todas. “La gente no se lo cree. Cuando me ven, creen que soy un muñeco, para la gracia de Dios”. A diferencia de cuando recibió el Guinness, Jeison ya tiene un representante para seguir sacando provecho a su tamaño en mejores condiciones. Así se gana la vida, pero siempre dispuesto a cualquier “trabajito” para conseguir dinero para sus medicinas. “Estas son puertas pequeñas que se me abren, que me impulsan a seguir, para que después se me abran unas puertas más grandes”. Unas por las que pueda pasar.




