
En distintas ciudades de Colombia, la presencia de la comunidad venezolana de segunda generación —hijos de migrantes que llegaron durante los últimos años— empieza a reflejarse en la vida cotidiana. En barrios y zonas comerciales, la gastronomía es uno de los primeros puentes culturales: cada vez es más común encontrar ventas de tequeños, arepas y letreros que anuncian “empanadas sin arroz”, adaptando las recetas tradicionales para responder tanto al gusto venezolano como al colombiano.
El proceso de integración, sin embargo, no ha estado exento de retos. Migrar sigue siendo un desafío profundo para quienes deben rehacer su vida en un nuevo país, especialmente para los más jóvenes que, aunque nacidos o criados en Colombia, mantienen vínculos culturales y familiares con Venezuela. Factores como la adaptación social, las diferencias en costumbres y las barreras económicas pueden generar tensiones en algunos espacios.
A pesar de estas dificultades, la sociedad colombiana ha mostrado, en muchos casos, apertura y solidaridad. La historia compartida entre ambos pueblos y la cercanía cultural han facilitado la construcción de lazos, aunque el proceso es gradual y requiere tiempo, confianza mutua y políticas públicas que promuevan la inclusión.
Es innegable que, en numerosos sectores, los venezolanos representan mano de obra calificada y han contribuido a dinamizar economías locales, aportar nuevas habilidades y enriquecer el panorama cultural. La interculturalidad que se vive en las calles, mercados y espacios públicos es prueba de que, con diálogo y respeto, es posible fortalecer la convivencia y aprovechar las fortalezas que cada comunidad aporta.




