
Hubo un tiempo en que internet era una pasarela de logros: desayunos perfectos, cuerpos esculpidos y frases motivacionales con filtros dorados. Pero el algoritmo, cansado de tanto “éxito aspiracional”, empezó a premiar otra cosa: la caída. De repente, los nuevos ídolos ya no son los que triunfan, sino los que confiesan que la cagaron.
El fracaso, curiosamente, se volvió rentable.
Subes un video diciendo que te rechazaron en veinte trabajos, y la gente comenta “te entiendo, bro, yo también”. Cuentas que tu negocio quebró, y te llueven corazones. Admitir que estás perdido genera más empatía que fingir que sabes a dónde vas. En un mundo saturado de perfección, mostrarse torpe se siente refrescante.
Esto no significa que todos seamos santos de la honestidad. Hay algo casi artístico en cómo se construye el fracaso para las redes. No es cualquier caída: es una caída con buena luz, con un arco narrativo, con un mensaje de “aprendizaje” al final. Es el “fracaso estético”, donde lloras un poquito, pero editas los subtítulos para que queden centrados.
El público lo sabe, pero no le importa. Lo que buscamos no es la verdad cruda, sino el alivio compartido. Ver que otros también lo intentan y fallan nos recuerda que no estamos tan mal, que la vida es difícil para todos, incluso para quien tiene ring light.
Hay algo profundamente humano en eso. Contar el fracaso nos baja del pedestal y nos regresa al barro, que es donde realmente conectamos. En un mundo que exige éxito constante, admitir que perdiste es casi un acto de rebeldía.
Quizás la nueva autenticidad no está en mostrar lo bien que te va, sino lo bien que te recuperas cuando todo sale mal. Porque al final, más que “influencers del fracaso”, somos eso: gente intentando que su historia tenga sentido, incluso cuando el guion se nos cae a pedazos.




