
La Franja de Gaza atraviesa una crisis humanitaria sin precedentes. Desde el inicio de la ofensiva militar israelí en octubre de 2023, las cifras de víctimas no solo se cuentan por bombardeos. Hoy, en pleno 2025, el hambre se ha convertido en una de las principales causas de muerte. Más de un centenar de personas han fallecido por desnutrición severa, la mayoría de ellas niños, en lo que distintas organizaciones internacionales ya califican como una hambruna inducida y sistemática.
Uno de los factores clave es el bloqueo casi total impuesto por Israel desde marzo de este año. La entrada de alimentos, medicamentos, combustible y agua ha sido drásticamente limitada. Las autoridades israelíes controlan no solo qué puede entrar a Gaza, sino también cuándo y cómo se distribuye. Como resultado, la mayoría de las panaderías, granjas, pozos y redes de suministro interno han colapsado.
Las condiciones en los hospitales son estremecedoras. Médicos y trabajadores de salud relatan escenas de niños esqueléticos, con los ojos hundidos, sin fuerza siquiera para llorar. Las salas pediátricas han sido convertidas en unidades de emergencia nutricional, donde escasean los suplementos, las fórmulas infantiles y hasta el agua potable. Muchas madres no tienen cómo alimentar a sus bebés; la leche materna escasea debido al mismo hambre que padecen las progenitoras.
Además, la distribución de ayuda humanitaria ha sido delegada a organizaciones que, según denuncias, carecen de experiencia y transparencia. En numerosos casos, los puntos de entrega de alimentos han estado custodiados por militares israelíes, y varios de ellos se han convertido en escenas de caos y muerte. Se han reportado más de 800 personas fallecidas mientras intentaban acceder a raciones de comida. La mayoría fueron víctimas de estampidas, disparos o bombardeos cercanos.
Expertos de la ONU y grupos de derechos humanos han advertido que la inanición está siendo usada como táctica de guerra. Las declaraciones de varios organismos coinciden en que la privación deliberada de alimentos y agua, cuando se hace de forma sostenida y con conocimiento del impacto en la población civil, puede constituir un crimen internacional. La situación en Gaza parece cumplir con todos los criterios para tal acusación.
La población civil está completamente atrapada. Cerca del 90 por ciento de las familias ha tenido que recurrir a estrategias extremas para sobrevivir: reducir el número de comidas al día, saltarse turnos alimentarios, consumir alimentos en descomposición o incluso recurrir a hojas, pasto o papel para engañar al estómago. La mayoría de los hogares apenas alcanza un tercio de las calorías mínimas necesarias para sostener la vida.
El daño estructural agrava aún más el desastre. Los sistemas eléctricos están prácticamente inutilizados; el agua potable es un lujo inalcanzable para la mayoría, y los servicios sanitarios colapsaron hace meses. Las enfermedades infecciosas se expanden rápidamente entre niños y ancianos debilitados por el hambre, mientras los cadáveres no reclamados se acumulan en morgues improvisadas.
En este contexto, las voces internacionales que piden un cese inmediato al fuego no solo reclaman por la violencia directa, sino por el levantamiento urgente del bloqueo que impide el ingreso masivo y sostenido de ayuda. Sin una intervención inmediata y decidida, Gaza se enfrenta a una catástrofe mucho más profunda y silenciosa que los misiles: el colapso absoluto de la vida humana por falta de pan y agua.
La hambruna en Gaza ya no es una amenaza futura: es una realidad presente que mata cada día, con la misma precisión que las bombas. Y su causa no es la escasez natural, sino la decisión política de cerrar el paso a lo esencial.
