
El fracaso tiene mala prensa. Suena a derrota, a cierre, a esa palabra que evita todo aquel que aún no ha aprendido a digerirla. Pero la verdad es que el fracaso es inevitable, necesario y, si se le mira bien, hasta hermoso. Es la única constante real en la vida de cualquiera que haya intentado algo de verdad.
La cultura actual nos bombardea con historias de éxito condensadas en reels de 30 segundos: el emprendedor que “lo logró”, la influencer que “creyó en sí misma”, el comediante que “nunca se rindió”. Pero casi nadie muestra la parte donde dudaron, se estrellaron o pasaron semanas cuestionando si tenían talento o simplemente delirio. Esa parte, la que no es instagrammeable, es donde realmente pasa la magia.
Fracasar no es solo no conseguir algo; es descubrir los límites de tu método, de tu ego y de tu paciencia. Es un laboratorio emocional donde uno aprende qué partes de sí mismo son sólidas y cuáles eran puro humo. Y sí, duele. Duele mucho. Pero ese dolor tiene un propósito: desinflar la ilusión de que la vida es una línea ascendente y pulida.
Hay quienes intentan protegerse del fracaso evitando todo riesgo. Se vuelven espectadores de su propia vida, convencidos de que es mejor no intentar que arriesgarse a hacer el ridículo. Pero esa es la trampa más peligrosa: el fracaso se vuelve permanente cuando nunca te atreves a enfrentarlo. Fingir que no fracasaste —seguir posando éxito mientras todo se desmorona— te deja atrapado en una mentira sin salida.
Aceptar el fracaso, en cambio, libera. Te da permiso para reintentar, para cambiar de camino o incluso para admitir que lo que querías ya no tiene sentido. Fracasar bien es un arte: consiste en mirar el desastre sin excusas, entender qué salió mal y seguir caminando sin convertir la herida en identidad.
En realidad, el fracaso no es lo opuesto al éxito; es su materia prima. Todo avance, todo logro y toda evolución pasan por la incomodidad de fallar. Si uno no está dispuesto a tropezar, tampoco está listo para crecer.
Así que la próxima vez que te estrelles, no corras a esconderte. Quédate ahí un segundo. Míralo, entiéndelo, ríete si puedes. Porque fracasar no te mata. Fingir que no lo hiciste, en cambio, te deja viviendo a medias.




