La desaparición de Alejandro Carranza, conocido como “Coroncoro”, se ha convertido en un símbolo de las víctimas civiles de la ofensiva militar que Estados Unidos ejecuta en el Caribe bajo la administración de Donald Trump. Su familia, residente en condiciones humildes en la costa norte de Colombia, denuncia que su muerte fue una ejecución extrajudicial y exige al Estado colombiano acompañamiento para llevar el caso ante instancias internacionales de derechos humanos.
Carranza desapareció el 14 de septiembre, cuando salió a pescar cerca de La Guajira. Al día siguiente, Washington informó la destrucción de una lancha supuestamente usada para el narcotráfico, como parte de los bombardeos contra lo que el gobierno de Trump ha calificado como una “nueva categoría de enemigo”: los narcoterroristas. Sin embargo, su familia sostiene que Alejandro no tenía vínculos con el crimen y que solo realizaba su trabajo habitual de pesca artesanal. La última comunicación que tuvo fue una llamada a su hija Zaira, a quien le dijo: “Ya voy a pescar, me voy a quedar incomunicado”. Nunca regresó.
Según una investigación de Associated Press publicada el 7 de noviembre, los bombardeos ordenados por EE. UU. han dejado más de 60 muertos en aguas del Caribe y América Latina, muchos de ellos pescadores venezolanos, colombianos y trinitenses sin relación comprobada con redes del narcotráfico. El reportaje documenta que estas muertes ocurrieron sin juicio ni debido proceso, lo que podría constituir violaciones graves al Derecho Internacional Humanitario.
La familia de Carranza rompió su silencio casi dos meses después de la desaparición. En entrevista con RTVC Noticias, relataron su situación de pobreza y abandono. Katherin, su pareja, sufrió un accidente que le dejó secuelas físicas y sobrevive trabajando ocasionalmente en aseo o vendiendo en la playa. Sus tres hijos menores, entre ellos Zaira y Livinston, enfrentan secuelas emocionales profundas: el niño, por ejemplo, ha tenido que ver en redes sociales videos de una lancha bombardeada y pregunta si el hombre que aparece ahí es su padre. “Me pregunta por qué no lo cogieron preso en vez de matarlo. Y no sé qué responderle”, contó su madre.
La defensora de derechos humanos Eulogia, que acompaña a la familia, denuncia que el caso vulnera derechos básicos como el derecho a la vida, al trabajo y al debido proceso. Resalta que la familia vive en condiciones precarias: la madre de Alejandro es de edad avanzada, los hermanos viven del día a día manejando lanchas, y la esposa apenas logra cubrir lo mínimo para alimentar a los niños. “Era un ser humano y no merecía que lo mataran así”, afirma la defensora.
Los pescadores de la región viven atrapados entre la pobreza y la sospecha. Las condiciones económicas y la crisis fronteriza han empujado a muchos a navegar en aguas cada vez más vigiladas y militarizadas. Según los testimonios, los pescadores usan boyas y bidones blancos para marcar sus zonas de trabajo, pero desde el aire estos objetos podrían confundirse con paquetes de droga, lo que ha provocado ataques injustificados.
La muerte de Alejandro Carranza refleja un patrón de acciones militares en el Caribe que defensores de derechos humanos y congresistas estadounidenses califican de “ejecuciones extrajudiciales”. Acusan al gobierno de Trump de actuar fuera de los marcos legales nacionales e internacionales, ampliando la noción de “enemigo” a personas pobres y vulnerables sin pruebas ni procesos judiciales.
Para la familia, el reclamo no es político sino humano: buscan verdad, justicia y reconocimiento. Piden que el Estado colombiano los respalde ante organismos internacionales para esclarecer lo ocurrido. “Así fuera culpable, tenía derecho a la vida”, dice Katherin, quien insiste en que su pareja era un hombre trabajador que solo quería sostener a su familia.
El caso de “Coroncoro” se suma a una larga lista de pescadores desaparecidos o muertos en altamar tras los ataques estadounidenses. En los pueblos costeros del Caribe colombiano, su nombre se repite como símbolo de una guerra que nunca les perteneció, pero que los alcanzó sin defensa posible.
La historia de Alejandro Carranza humaniza las cifras de un conflicto desproporcionado, donde la política antidrogas se convirtió en una campaña militar con víctimas civiles. Para su familia, la espera por justicia continúa, mientras el mar que un día le dio sustento hoy guarda el silencio de su ausencia.


