Entre el desarrollo y la desigualdad

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La migración, desde tiempos remotos, ha sido entendida como una oportunidad para el desarrollo humano. A través de ella, los individuos no sólo buscan mejores condiciones de vida, sino que también contribuyen a la transformación de los territorios que los acogen. Introducen nuevas culturas, dinamizan la economía y modifican las estructuras sociales existentes. En un mundo cada vez más interconectado, hablar de migración se ha vuelto parte del lenguaje global. Su influencia se percibe en ámbitos culturales, científicos y tecnológicos. No obstante, esta misma dinámica que favorece el progreso también ha generado retos políticos y socioeconómicos en los países receptores.

La migración, tal como lo expresa la Unión Interparlamentaria, muchas veces no es una elección, sino una necesidad derivada de conflictos, violaciones de derechos humanos o amenazas a la vida. En ese sentido, no debería verse como un problema social, sino como una respuesta legítima del ser humano frente a realidades adversas.

Sin embargo, cuando estas migraciones ocurren de manera descontrolada o sin políticas claras de integración, pueden generar desequilibrios en las economías locales. Muchos migrantes, por necesidad, ofrecen su mano de obra a precios irrisorios, dando paso a un mercado laboral informal y explotador. Esta situación, en la que se vulneran los derechos laborales básicos, puede entenderse como una forma de esclavismo moderno. El migrante, en su afán de sobrevivir, termina aceptando condiciones indignas que perpetúan la precariedad tanto para él como para la comunidad que lo rodea.


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