La tienda de la plaza principal suministra alimentos sencillos, como la importantísima baguette, pero no acepta dinero, así que nadie tiene que acordarse de la cartera.
Francis, un antiguo agricultor, recoge allí su periódico y le propongo que vayamos a tomar un café al restaurante de al lado, que es el corazón social del pueblo.
Le pregunto a Francis qué sintió cuando el médico le dijo que tenía Alzheimer.
Asiente, retrotrayéndose a esa época, y, tras una pausa, dice: «Muy duro».
Seguir adelante
Su padre también tenía Alzheimer, pero Francis no tiene miedo.
«No tengo miedo de morir, porque eso ocurrirá algún día», me cuenta.
«Mientras tanto, viviré mi vida a pesar de la enfermedad. Estoy aquí para vivir, aunque no sea lo mismo. Si te rindes, te jodiste. Así que hay que seguir adelante lo mejor que se pueda”.
Además de la tienda y el restaurante, se anima a los vecinos a ir al teatro y participar en las actividades.
Philippe y Viviane me cuentan que siguen llevando una vida lo más normal posible tras su doble diagnóstico de demencia.
«Damos paseos. Paseamos», dice Philippe, mirando a lo lejos.
Y cuando le pregunto si son felices, gira la cabeza al instante y, con una sonrisa radiante, exclama: «Sí, lo somos, de verdad».
Después de tomarse el café y abrigarse bien, la pareja sale de nuevo al parque.
El tiempo pasa de otra manera aquí, comenta mi guía en el pueblo.
No hay horarios fijos para las citas, las compras y la limpieza, sólo un ritmo suave que envuelve y engatusa a los aldeanos para darles la mayor libertad posible.
Este pueblo está bajo un estrecho seguimiento y escrutinio y, según la profesora Hélène Amieva, los primeros resultados sugieren que el modo en que transcurre la vida acá está influyendo en la evolución de la enfermedad.




