El picante no es un sabor: es dolor disfrazado de placer

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Aunque lo llamamos “picante”, técnicamente no es un sabor. Lo que sentimos al comer guindillas, jalapeños o cualquier otro alimento picante no tiene nada que ver con nuestras papilas gustativas, sino con nuestro sistema nervioso. Esa sensación de ardor o fuego en la boca es, en realidad, una reacción de defensa del cuerpo ante una sustancia llamada capsaicina.

La capsaicina activa receptores que normalmente responden al calor o al daño físico. Por eso, cuando comemos algo picante, el cerebro interpreta que estamos en peligro, como si realmente estuviéramos quemándonos. Es una ilusión sensorial: no hay calor real, pero la sensación es tan intensa que el cuerpo incluso puede reaccionar con lágrimas, sudor o un aumento del ritmo cardíaco.

Curiosamente, aunque produce dolor, muchas personas disfrutan del picante. Esto se debe a que el cerebro, al detectar esa «agresión», libera endorfinas, las mismas sustancias que usamos para aliviar el dolor y generar sensaciones placenteras. Comer picante, entonces, puede convertirse en una experiencia adictiva.

Y si alguna vez te has quemado la lengua con una salsa demasiado fuerte, sabes que el agua no ayuda. Eso se debe a que la capsaicina no se disuelve en agua. Lo ideal es recurrir a la leche u otros productos grasos, ya que ciertos componentes como la caseína ayudan a neutralizar la molécula responsable del ardor.

En definitiva, el picante no estimula el gusto, sino el dolor. Y, sin embargo, lo buscamos, lo disfrutamos… y hasta lo extrañamos. Porque, en el fondo, nos gusta jugar con fuego.


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