
Hubo una época en la que el aburrimiento era gratis. Podías pasar horas mirando el techo, imaginando historias o contando nubes sin sentirte culpable. Hoy, en cambio, el aburrimiento se volvió un privilegio. En la era del scroll, tener tiempo para no hacer nada es un lujo reservado para quienes pueden desconectarse sin que el mundo se derrumbe.
Vivimos saturados de estímulos: notificaciones, series, audios, alertas, anuncios, reels. Todo compite por nuestra atención como si fuera una subasta interminable. En ese contexto, aburrirse no es perder el tiempo: es recuperarlo.
El aburrimiento tiene mala fama porque el capitalismo lo odia. No produce, no monetiza, no genera datos. Pero la mente necesita esos vacíos para resetearse, para tener ideas nuevas. Muchos de los grandes inventos, canciones o chistes nacieron en momentos donde no había nada más que hacer. La creatividad florece en el silencio que el algoritmo detesta.
El problema es que ya no sabemos cómo quedarnos quietos. Cada vez que aparece un minuto libre, lo llenamos: revisamos el celular, abrimos una app, respondemos un mensaje. Nos da miedo enfrentarnos al vacío porque ahí no hay validación instantánea, solo pensamientos propios. Y eso asusta más que cualquier deadline.
Quizás el verdadero lujo moderno no sea viajar ni comprarse cosas, sino poder desconectarse sin ansiedad. Tener una tarde libre sin sentir que estás desperdiciando tu potencial. Sentarte a ver cómo pasa el tiempo sin intentar capturarlo.
El aburrimiento, en el fondo, es un espacio de resistencia. Una forma de decir: no tengo que estar disponible todo el tiempo. Y aunque no se vea glamuroso en redes, tener una hora sin notificaciones puede valer más que cualquier plan “productivo”.
Así que la próxima vez que te aburras, no corras a llenarlo. Quedarte quieto también es una forma de lujo, una que no se compra: se recupera.




