
El minimalismo nació como un gesto rebelde. Una forma de decir “no necesito tanto para vivir”. Era una filosofía de resistencia contra el consumo excesivo, una búsqueda de claridad entre el ruido material. Pero el capitalismo, con su habilidad camaleónica para vender hasta la austeridad, lo convirtió en otra tendencia rentable.
Hoy el minimalismo no se trata de tener menos, sino de comprar mejor. No renunciamos al consumo: lo refinamos. Cambiamos diez camisetas baratas por una “de algodón orgánico”, tres muebles viejos por uno “escandinavo y sustentable”. La idea original —liberarse del exceso— se diluyó en una estética blanca, limpia y perfectamente instagrameable.
El sistema absorbió la crítica y la devolvió como catálogo. Las marcas de lujo se volvieron las principales promotoras del “menos es más”. El mensaje ya no es “sé libre del consumo”, sino “consume menos, pero con estilo”. Una paradoja elegante: la pobreza simbólica solo se celebra cuando es una elección estética.
Lo más perverso del asunto es que el minimalismo, en teoría, prometía paz mental. Pero en la práctica, muchas personas sienten ansiedad tratando de alcanzar la versión “perfecta” de lo simple. Ordenar el closet se volvió ritual de purificación. El espacio vacío, una forma de estatus. Hasta la espiritualidad se redujo a un set de objetos beige con buena iluminación.
Y sin embargo, detrás de toda esa pulcritud, persiste la misma obsesión: definir quiénes somos a través de lo que tenemos, incluso si lo que tenemos es “nada”.
Quizás el verdadero minimalismo no sea un diseño ni una moda, sino una pregunta incómoda: ¿qué pasaría si dejáramos de querer mostrarnos sencillos y simplemente lo fuéramos?
El capitalismo puede venderte una estética de vacío, pero nunca el silencio interior que promete. Ese, por suerte, todavía no tiene precio.




