
Durante años, Álvaro Uribe fue más que un presidente: fue un símbolo. Para millones de colombianos, representó el orden en medio del caos, la mano firme que enfrentó a las FARC cuando el país estaba de rodillas. Caminó por veredas tomadas por la guerrilla, hablaba sin miedo y gobernaba con un estilo que, aunque polémico, trajo resultados tangibles en seguridad. Quienes vivieron los años más duros del conflicto saben lo que significó escuchar por primera vez que los alcaldes podían volver a sus pueblos, que los secuestros bajaban, que las carreteras ya no eran trincheras.
Pero incluso los hombres fuertes no están por encima de la ley.
Que Uribe haya sido vinculado judicialmente no borra sus logros. Tampoco significa que todo haya sido mentira. Es posible —y necesario— sostener dos verdades a la vez: que fue clave en la transformación del país, y que también pudo haber cruzado líneas inaceptables en esa lucha. Las democracias se sostienen cuando incluso los más poderosos rinden cuentas, no cuando se les canoniza o crucifica a ciegas.
Quienes hoy celebran su caída olvidan que muchas de las libertades que hoy ejercen sin temor fueron conquistadas bajo su gobierno. Pero quienes lo defienden sin matices se niegan a ver que la justicia no puede depender del carisma, del legado o de los aplausos de las plazas.
No es venganza, es evolución democrática. No se trata de destruir a Uribe, sino de confirmar que en Colombia ya no hay intocables. Que si cometió delitos, debe responder. Y si no los cometió, debe demostrarse bajo los estándares más altos de verdad y transparencia.
Uribe será recordado, eso es indiscutible. Por unos como salvador. Por otros como villano. Pero el hecho de que hoy esté siendo juzgado —como cualquier otro ciudadano— es también parte del país que ayudó a construir. Uno donde el poder ya no es sinónimo de impunidad. Uno donde incluso los héroes deben responder ante la ley.




