El gol que se gritó en japonés

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Cuando Zico aterrizó en Japón a comienzos de los 90, la idea parecía descabellada. ¿Qué hacía un mito brasileño, casi en el final de su carrera, en un país donde el fútbol apenas tenía un lugar marginal? Japón era tierra de béisbol, de sumo y de artes marciales, pero el balompié era un deporte secundario, sin identidad clara ni tradición popular. La llegada del “Pelé blanco” cambió esa historia para siempre.

Zico había sido una leyenda con el Flamengo y con la selección de Brasil. Su apodo, heredado de su parecido futbolístico con Pelé, lo había convertido en ídolo nacional. En los 80 brilló en Copas Libertadores, Mundiales y en el fútbol europeo con la Udinese de Italia. Pero a finales de la década, con 38 años, muchos pensaron que su mejor etapa ya estaba cerrada. Fue entonces cuando recibió una propuesta sorprendente: unirse al Kashima Antlers, un club prácticamente desconocido que buscaba catapultarse en la inminente liga profesional japonesa.

El fichaje fue visto al principio como una excentricidad. En aquel momento, Japón aún no tenía una liga consolidada. Los estadios rara vez se llenaban y la cobertura mediática del fútbol era limitada. Pero la presencia de Zico cambió la percepción pública casi de inmediato. Para los aficionados japoneses, acostumbrados a ver el fútbol como un deporte extranjero, tener a un astro mundial en su liga era un acto de legitimación: de pronto, el juego importaba.

El impacto no fue solo mediático, también deportivo. Zico se tomó en serio el proyecto. No llegó como una figura de exhibición, sino como un profesional obsesionado con transmitir valores. Entrenaba como si tuviera veinte años, se preocupaba por la formación de sus compañeros y buscaba enseñar a los jugadores locales la importancia de la disciplina, la táctica y el respeto por el balón. En un país donde el trabajo en equipo era una filosofía cultural, su estilo de liderazgo encontró un terreno fértil.

El primer gol que marcó en Japón se convirtió en símbolo. No era un tanto especialmente espectacular —un disparo preciso, elegante, a la altura de su carrera—, pero fue suficiente para detonar un efecto dominó. La afición lo celebró como si fuese una final mundialista. Los periódicos lo llevaron a portada, y de repente el fútbol se instaló en la conversación cotidiana. Era la prueba de que este deporte podía emocionar tanto como el béisbol o el sumo.

Ese gol y los que vinieron después sirvieron como catalizador de la J.League, inaugurada en 1993. La liga se presentó como un producto moderno, atractivo, con estadios llenos de color y con un espectáculo pensado para televisión. En ese contexto, Zico no solo era un jugador más: era el rostro visible de la revolución. Su figura ayudó a convencer a patrocinadores, a atraer a nuevos aficionados y a que familias enteras fueran al estadio.

El legado no se limitó a lo que ocurrió en los 90. El trabajo de Zico influyó directamente en la formación de una generación de futbolistas japoneses que empezaron a ser competitivos internacionalmente. Figuras como Hidetoshi Nakata, Shinji Ono y, más adelante, Keisuke Honda y Shinji Kagawa, crecieron en un país donde el fútbol ya era una opción seria gracias a la huella del brasileño. Incluso la organización del Mundial 2002, compartido con Corea del Sur, puede rastrear parte de su raíz hasta aquellos años de siembra.

Zico también dejó un legado simbólico. Fue nombrado “Ciudadano Honorario de Kashima”, un reconocimiento reservado para quienes marcan profundamente la historia de la región. Y no se retiró simplemente: después de colgar los botines, siguió vinculado al fútbol japonés como director técnico de la selección nacional, llevándola al Mundial de 2006.

Mirando en retrospectiva, es fascinante pensar que un solo jugador, en la etapa final de su carrera, pudiera influir tanto en la cultura futbolística de un país. No fue solo el talento lo que movió montañas, sino su actitud: la decisión de tomarse en serio un desafío que muchos habrían considerado una anécdota.

Ese primer gol en Japón, celebrado con fervor por una hinchada aún incipiente, fue el inicio de una historia mayor: la de cómo el fútbol se convirtió en un lenguaje cotidiano para millones de japoneses. A veces no se necesita el tanto más espectacular ni el título más brillante. A veces basta con una pelota, un ídolo dispuesto y un país dispuesto a soñar en otro idioma.

Por eso, cuando hablamos de Zico en Japón, no hablamos de estadísticas ni de medallas. Hablamos de un gol que se gritó en japonés y que cambió la historia del fútbol asiático.


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