
La política es el arte de gobernar, pero también el reflejo de una ciudadanía que, en muchos casos, elige la ignorancia como refugio. El desconocimiento político no es solo un problema educativo, sino también una actitud. En la era de la información, la ignorancia ya no es una carencia, sino una elección. Se prefiere el eslogan a la lectura, la indignación a la reflexión, el líder carismático a las instituciones sólidas. No es casualidad: un electorado que no cuestiona es el sueño de cualquier político que prioriza el poder sobre el servicio público. El problema se agrava cuando los ciudadanos creen saberlo todo con base en titulares o publicaciones en redes sociales. No basta con opinar; hay que entender. La verdadera sabiduría comienza con la duda. Preguntarse quién gobierna, por qué y con qué consecuencias debería ser un hábito, no una excepción. Sin una ciudadanía informada, la política se convierte en un teatro donde la manipulación gana y la democracia se debilita. La ignorancia no es neutral: beneficia a quienes lucran con la desinformación y condena a quienes más dependen de políticas justas. Elegir la indiferencia es ceder el poder. Y en política, el precio de la apatía siempre lo pagan los más vulnerables.
