ublicado el 22 de octubre de 2025
El deporte siempre ha tenido algo de irracionalidad. Comienza como una prueba contra el reloj o contra nuestro propio cuerpo, pero termina siendo una batalla contra los límites de lo posible. Hay quienes corren más de 200 kilómetros, quienes bucean hasta donde la oscuridad nos empieza a tragarse, o quienes se lanzan desde la estratósfera solo para experimentar la libertad de la caída. Lo que une a todos ellos es una idea fija: desafiar la lógica humana.
Entre estas hazañas aparece un atleta que, más que deportista, parece un personaje salido de un libro de aventuras. Un origen inesperado —estonio—, una meta arriesgada: revivir un hito histórico ocurrido en 1895, cuando un canadiense cruzó el abismo entre el cerro de Monserrate y el Guadalupe. Esa idea del riesgo extremo resume bien la esencia de los deportes extremos, donde cada récord parece decir: “esto no se puede hacer. Y sin embargo—yo lo haré”.
Los deportes extremos —sea correr por terrenos imposibles, nadar hasta el límite de la oscuridad o saltar desde alturas inimaginables— tienen algo en común: la voluntad de romper barreras, tanto físicas como mentales. Son gestas que ponen en jaque lo que considerábamos “normal”, “humano” o “factible”.
En cada una de estas historias subyace algo más que un número o una marca superada. Hay un impulso visceral: la necesidad de probar que los límites pueden estirarse, que lo posible siempre puede expandirse. Y en ese espacio —entre lo aparentemente imposible y lo logrado— se escribe la historia del deporte que trasciende.

