El conflicto armado en la región del Catatumbo ha dado un giro escalofriante con la aparición de un nuevo enemigo: los drones asesinos. Estos aparatos, que originalmente fueron diseñados para usos pacíficos y tecnológicos, se han convertido en armas mortales en manos de grupos criminales, como la guerrilla del ELN y la disidencia de las FARC.
En un rincón oculto de esta región del norte de Colombia, las piezas para ensamblar estos drones son compradas por internet, luego son armadas artesanalmente en talleres clandestinos. Estos drones teledirigidos cargan granadas o morteros, los cuales son liberados sobre objetivos seleccionados. Lo que comenzó como una herramienta de tecnología avanzada se ha convertido en una amenaza silenciosa que planea sobre las viviendas de campesinos y familias inocentes.
En la zona rural de El Tarra y Tibú, el zumbido de estos drones no suena a modernidad ni progreso. Para los habitantes, ese ruido significa muerte y destrucción. La guerra ya no se libra solo con fusiles o minas antipersonales. Ahora, el enemigo llega desde el aire: un ataque invisible, mortal, que aterriza con precisión en los techos de zinc y explota en las calles polvorientas.
A pesar de los esfuerzos de las autoridades, con más de 10,500 soldados desplegados en la región, el conflicto entre el ELN y las disidencias del Frente 33 de las FARC continúa sin cesar. Desde principios de este año, los enfrentamientos se han intensificado, y los drones se han sumado a la ya complicada ecuación, sembrando más terror entre los habitantes de esta región.
Para los pobladores del Catatumbo, esta nueva modalidad de guerra aérea ha transformado sus vidas en una constante pesadilla. Las explosiones de los drones en patios de tierra o en las vías de los caseríos han dejado a su paso más desolación y miedo, convirtiendo lo que aún quedaba en pie en ruinas.




