
Antes, un diseño tenía principio y fin. Una portada, un cartel, un afiche: algo que se miraba completo, se entendía y se quedaba en la memoria. Ahora, el diseñador pelea por sobrevivir tres segundos antes de que un pulgar impaciente deslice hacia el siguiente video de gatitos bailando. Bienvenido a la era del scroll infinito: donde la estética compite contra la atención, y la atención siempre pierde.
El nuevo lienzo no es una hoja en blanco, sino una pantalla que nunca termina. Los colores, las tipografías, los espacios… todo está pensado para atrapar la mirada un instante, porque el siguiente contenido ya está respirándote en la nuca. Es como tratar de pintar un mural en una cinta transportadora: lo que haces se mueve mientras lo haces.
En este ecosistema, el diseñador ya no solo crea imágenes, sino trampas visuales. Microsegundos de impacto. Hooks disfrazados de arte. El diseño se volvió una especie de lenguaje subliminal para detener el pulgar del usuario en su carrera hacia la nada.
Pero, claro, esa dinámica también tiene un costo. El diseño dejó de invitar a contemplar para volverse un acto de interrupción. Lo importante ya no es comunicar una idea, sino evitar que el espectador siga bajando. La belleza se mide en retención, no en emoción.
Aun así, hay algo fascinante en este caos. El diseño digital, con su brevedad y su urgencia, también nos obliga a pensar distinto. ¿Cómo decir tanto en tan poco espacio? ¿Cómo condensar una historia en un cuadrado de 1080 píxeles? La creatividad se convierte en síntesis, y la estética en estrategia.
Quizá diseñar en la era del scroll infinito sea un ejercicio zen: aceptar que nada durará, que todo se desliza. Que tu mejor pieza vivirá unos segundos, pero en esos segundos puede hacer sentir algo. Y eso, en internet, ya es un milagro.




